articlesNúmero 111 (junio de 2021)

Desinformación como herramienta de activismo social y político: ¿el fin justifica las 'fake news’?

Alexandre López-Borrull

La crisis sanitaria y infodémica por COVID-19 nos ha impactado de forma muy importante durante el último año. A parte de aprender qué son las Rt, la incidencia acumulada o qué es una PCR, hemos tenido que lidiar con una gran cantidad de mentiras y noticias falsas. Desde las teorías conspiracionistas que ligaban Bill Gates (antes del divorcio) y el 5G con la enfermedad, hasta las informaciones que las campañas de vacunación eran los intentos del nuevo orden mundial para reducir y controlar la población global.

En todo este debate, hemos visto como la desinformación afectaba, pues, a los contenidos de tipo científico y sobre todo biomédico. Y a muchos les ha venido de nuevo, y a todas y todos debería preocuparnos. Más allá del debate conceptual si debemos emplear fake news o desinformación para las mentiras o bulos que nos llegan por tierra, mar y Twitter, lo cierto es que nos obliga de nuevo como sociedad a preguntarnos sobre nuestra relación con la información y la verdad. Hasta qué punto queremos estar bien informados, hasta qué punto nos preocupa la verdad o preferimos el confort realimentado de nuestras creencias fijas e invariables. Y es en este debate, que en este artículo quisiera reflexionar sobre un aspecto para mí clave: ver si la desinformación forma ya parte de la nueva normalidad y se convierte en una herramienta para todo tipo de movimientos sociales y políticos. Sí, porque a veces pensamos en la ultraderecha, pero también se crean y difunden fake news desde las izquierdas progresistas o el independentismo. Hacernos los sordos sería hacernos trampas.
 
La existencia hoy en día de la desinformación es ya inevitable. En palabras de Daniel Inneranity, podemos hablar también de una sociedad de la desinformación y el desconocimiento. Pero hay que recordar que ha sido siempre así. A menudo me gusta recordar que la desinformación era también lo que permitió desmantelar el orden de los templarios, los pogromos contra los judíos e incluso la favorable operación Overlord, que permitió engañar a los nazis. Por lo tanto, cuidado que desinformación no aparece sólo cuando creemos que los resultados nos son perjudiciales, también cuando nos son favorables y son una herramienta táctica más al alcance del poder. Digo poder en términos no conspiranoicos, sino entendiendo que quienes ostentaban el poder eran también quien tenía la capacidad para poder crear y difundir rumores, ya fueran desde los decretos reales (el poder de los documentos oficiales, lo que era verdad histórica), como desde los altavoces de los altares: el poder de seducir, formar y manipular las masas, y evidentemente la capacidad de desinformar.
 
Así pues, el monopolio de la desinformación, así como el ejercicio de la fuerza, eran propios de quienes ostentaban el poder. No tengo espacio en este artículo para extenderme mucho más, pero sí quisiera hacer conocer y reconocer a quienes desde la vertiente histórica están haciendo estudios sobre la historia y las fake news. Porque sin duda es valioso darnos cuenta de que esto no aparece porque sí, y también para captar qué ha cambiado. Recomiendo dos libros en especial: Desinformación y guerra política, de Thomas Rid, y Fake news! Bulos que cambiaron el curso de la historia, de María Correas y Enda Kenneally, donde se refuerza la idea de los poderosos usando el engaño como herramienta para alcanzar sus objetivos. Poco a poco a esta capacidad se fueron incorporando los medios de comunicación de masas, a los que, no casualmente, hemos llamado a menudo el cuarto poder.
 
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Y a finales del siglo XX llega Internet. Recordemos que en aquel momento a veces de la  netiquette nos llegaba también la promesa de la democratización de la información. A partir de entonces, los intereses comerciales desvirtuaron la idea inicial (el pastel era demasiado goloso) y las diversas burbujas puntocom fueron modelando la realidad, se impuso la idea de que estábamos (estamos) en la sociedad de la información y el conocimiento, donde tendríamos acceso libre y gratuito a todo y más. Pero de aquella avalancha infoxicadora y las primeras alfabetizaciones informacionales vino el aprendizaje de saber buscar información (¿recordamos el directorio Tierra y el motor Altavista?). Pero lo más relevante aún estaba por llegar. No hablábamos solo de tener acceso ilimitado a información, sino que se pasó de ser consumidores a creadores, llegaba el 2.0, es decir, la capacidad de crear y difundir contenidos. Y esto posibilita el éxito de las redes sociales y las campañas y manifestaciones globales. Por fin llegamos a ser, con más o menos acierto, nuestro propio medio de comunicación, podemos curar contenidos de otros, e incluso podemos obtener beneficio de todas las opciones, o monetizarlo, tal como ahora le llamamos.
 
Todas estas vueltas para explicar los cambios sociales e informacionales de la sociedad, porque de alguna forma ha empoderado la ciudadanía para autoorganizarse y autoinformarse. Pero en el lado oscuro, evidentemente, emergen las fake news. Autores como Brian McNair hablan de ello como un síntoma más de la crisis de las democracias liberales que se añade al descrédito de las élites, los medios de comunicación y las instituciones. En este caldo hay que añadir el aumento de los populismos y la ultraderecha. Simona Levi por su parte en su libro Fakeyou: Fake news y desinformación lo enmarca también en un relato a partir del cual recortar libertades. En una visión intermedia, parte de lo que sucede es que el monopolio de la desinformación ya no lo tiene el poder exclusivo. Y esto tiene efectos importantes. Del mismo modo que cuando ya no se tiene en exclusiva el monopolio de la fuerza se llevan a cabo revueltas y revoluciones. Hay días que parece que vivimos en una distopía a medio camino entre V de Vendetta y Black Mirror.
 
Sin duda, las redes sociales con su potencialidad para hacer llegar mensajes y contenidos a una comunidad ilimitada nos aportan una gran y una nueva responsabilidad añadida. Pero tampoco pensamos que viralizar un tuit a miles de usuarios es sencillo, por suerte. Añadamos a este hecho la capacidad tecnológica de hacer grandes productos de calidad con un simple teléfono inteligente. Todo ello implica, pues, que la batalla por el relato y la narrativa se vuelve mucho más compleja e incluso igualada. Uno de los aspectos que más me hace pensar en esta supuesta liberalización del monopolio de desinformar tiene dos vertientes. La primera, sobre si existe o no pretendidamente el derecho a desinformar. Tal y como explica muy bien estos días nuestra compañera Ana Isabel Bernal, el capítulo segundo de derechos y libertades de la Constitución española describe en su artículo 20 que "se reconocen y protegen los derechos [...] a comunicar o recibir libremente información veraz por cualquier medio de difusión. La ley regulará el derecho a la cláusula de conciencia y al secreto profesional en el ejercicio de estas libertades".
 
Por lo tanto, libertad de expresión, sí, de opinión, también, pero si difundimos información, tenemos cobertura si esta es veraz. Y de eso se habla demasiado poco.
Pero la otra vertiente que me parece muy interesante debatir y reflexionar es alrededor de si el fin justifica las fake news, parafraseando la idea no literal pero extendida de los escritos de Maquiavelo. Lo menciono porque en nuestra relación con la verdad, sea el trozo que tengamos, o el que pretendamos tener, se intuye que a menudo ponemos una capa subjetiva que prioriza nuestras emociones. Sí, igual que las fake news toman como catalizador las apelaciones a emociones (como el miedo) para correr más rápido y llegar más lejos, la lucha de la narrativa puede emplear una noticia falsa o sesgada para ganar soportes. Es por ello que los principales casos y estudios sobre desinformación se basan en sociedades fuertemente polarizadas en torno a un tema, ya sea Estados Unidos, Brasil, Reino Unido, España o Cataluña, donde el seguimiento de las contiendas electorales y referéndums (los que se permiten hacer, claro) van seguidos de estudios sobre las fake news, desde cada una de las dos orillas en juego, y cada una de las visiones (a menudo incompatibles) de una misma realidad.
 
Para remachar el clavo, quería mencionar por ejemplo el conflicto entre Israel y Palestina. Para los que hace muchos años que aquellas tierras nos fascinan, sorprenden y horrorizan, es muy difícil que no tengamos un comportamiento establecido. Hablando del nuevo poder de las redes sociales, en este caso se ha visto que, tal como muy bien explicaba Mikel Ayestaran a Emilio Doménech, posiblemente un vídeo de TikTok  podría ser uno de los desencadenantes de algunas de las acometidas de los grupos de ultraderecha israelíes contra los palestinos del barrio viejo de Jerusalén. Pero en este caso, eso sí sucedió y fue la chispa para los enfrentamientos civiles. Ahora bien, y de nuevo, la desinformación comenzó a correr también paralela, como muy bien han recogido RTVE o Newtral. Es eso de que la realidad ya es bastante complicada como para que encima corra la desinformación. Cuando esto sucede en conflictos largos y globales donde la gente ya tiene una idea preconcebida y un posicionamiento, la polarización se hace más fuerte y se bajan los umbrales de la verificación y todo corre. Tal como lo explica Pablo Duer, hablamos de una guerra de narrativas. Y como en toda guerra, ya lo decía el político británico Arthur Ponsonby, la verdad es la primera víctima. Tenemos, pues, un nuevo ejemplo para estudiar como el mal uso de las redes sociales, tal como bien relata Sheera Frenkel.
 
En todo caso, y como conclusión, una reflexión que los movimientos sociales y políticos deben plantearse, porque los estados quizás no se la pueden permitir. Cuando hablamos del "todo vale" y del "y tú más", ¿Dónde queda la desinformación? ¿La incluimos? ¿El fin justifica difundir Tweets que nos generan dudas, pero tira, tira, que, si no es cierto, no pasa nada? En aquella lógica activista que dice que lo queremos todo, ¿debemos incluir la desinformación? ¿La desinformación por parte de los estados se combate con más desinformación o más verdad y transparencia? ¿Deslegitima una lucha la existencia y difusión de mentiras y engaños para ganar apoyos? Sin duda, un debate ético de primer nivel en la idea de que mencionábamos de nuestra relación con la información (y la desinformación) y la verdad (y la mentira). Cualquier movimiento tendría que reflexionar sobre ello. Si es David contra Goliat, ¿la nueva honda de David son las fake news? París bien vale una misa, ¿pero una mentira? O puestos a jugar con citas manidas, ¿quién es libre de fake news para tirar el primer Tweet? Quizás es mejor acabar con preguntas sin tener las respuestas que no creer que se tiene toda la verdad.

Cita recomendada
LÓPEZ-BORRULL, Alexandre. Desinformación como herramienta de activismo social y político: ¿el fin justifica las ‘fake news’? COMeIN [en línea], junio 2021, núm. 111. ISSN: 1696-3296. DOI: https://doi.org/10.7238/c.n111.2140
 
comunicación política;  medios sociales;  periodismo; 
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