Discurso de investidura
Acto de investidura como doctor honoris causa
Una reflexión sobre la salud[*]
Josep Laporte i Salas

Presidente del Institut d'Estudis Catalans
Ex consejero de Sanidad, de Enseñanza y de Universidades (Generalitat de Cataluña)



Resumen:

El concepto de salud ha ido evolucionando a lo largo del tiempo y ha pasado de una definición que sólo tenía en cuenta la ausencia de enfermedad a la consideración global del individuo, desde el punto de vista físico, mental e, incluso, social. Las diferencias de salud entre el mundo occidental y el Tercer Mundo son muy patentes y se manifiestan en la mortalidad infantil o la esperanza vida. Las condiciones de vida de las personas, el grado de escolarización y el nivel de desarrollo son los principales factores que influyen en la morbilidad y la mortalidad de las poblaciones. Aunque la medicina ha alcanzado metas espectaculares y en el mundo desarrollado se han erradicado prácticamente las infecciones tradicionales, han aparecido nuevas afecciones –como por ejemplo nuevas infecciones, enfermedades degenerativas o la obesidad– provocadas por los denominados factores de riesgo, los cuales están directamente relacionados con los hábitos de nuestra sociedad (vida sedentaria, consumo de drogas...). En el futuro, el incremento de la mortalidad derivada de los factores de riesgo, el envejecimiento de la población y las consecuencias del proceso de mundialización actual apuntan a un panorama no muy alentador.




1. Sobre el concepto de salud


Como tema de exposición en este solemne acto me ha parecido oportuno ocuparme de la salud. Este bien tan esencial –cuyo valor se aprecia especialmente cuando falta– no es, como verán, fácil de definir. Pero, con su venia, me atrevo a reflexionar, en voz alta, sobre el concepto de salud, sobre el estado actual de salud de la población y sobre las perspectivas de futuro.



La multiplicidad de definiciones propuestas para el término salud ya demuestra la dificultad de conseguir un consenso general e, incluso, pone de relieve la relatividad del concepto. Hay que reconocer, además, que con el paso del tiempo estas definiciones han ido ampliando sus límites.



Ya hace unos cuantos años que la Organización Mundial de la Salud (OMS) propuso una definición ampliada: "La salud es un estado de completo bienestar físico, mental y social, y no solamente la ausencia de enfermedad". Evidentemente esta definición rebasa los límites estrictamente personales, al considerar los aspectos del entorno en que se vive. En esta misma línea de pensamiento podemos situar la definición formulada por Jordi Gol con ocasión del X Congreso de Médicos y Biólogos de Lengua Catalana, celebrado en Perpiñán en 1976. Entonces la salud fue definida como "aquella manera de vivir que es autónoma, solidaria y jubilosa". Este aspecto tan personal y subjetivo es aún más ponderado por la definición de Diego Gracia, presidente del Instituto de Bioética de Madrid, según el cual la salud "es la capacidad de llevar a cabo el proyecto de vida que uno se marca", y, añade aún, "de la salud y de la vida hay que dar una definición más biográfica que biológica. Si yo quisiera ser piloto de aviación, o correr los cien metros como Donovan Bailey, tendría que considerarme un enfermo por el hecho de ser miope o por mi insuficiente capacidad pulmonar. Como lo que quiero ser es profesor de universidad, me considero una persona sana".


El listón de la definición se sitúa, pues, cada vez más alto y así podríamos llegar a pensar que –como decía Laín Entralgo– una persona sana es aquella que ha sido insuficientemente explorada o que –añadiría yo– no solamente se encuentra bien, sino que tiene bien resueltos todos los problemas posibles.



Esta dificultad conceptual ya se constató poco después de la introducción en el Reino Unido, al acabar la Segunda Guerra Mundial, del National Health Service. En efecto, se creía entonces que había una cantidad limitada de enfermos y que, por lo tanto, el coste anual de los servicios de salud disminuiría cuando una actuación eficaz consiguiera reducir la tasa de morbilidad. Este convencimiento presuponía que la diferencia entre salud y enfermedad era muy clara: a medida que una persona "enferma" pasara a "sana" disminuiría el número de eventuales pacientes. Este error conceptual tiene diversas explicaciones. En primer lugar, la realidad demuestra que no existe una clara distinción entre salud y enfermedad, dado que, al efectuar determinaciones de cualquier parámetro, es prácticamente imposible fijar una frontera rígida entre aquello que es normal y aquello que es patológico. En segundo lugar, tal y como acabamos de ver, encontrarse "bien" o "mal" es un juicio puramente subjetivo. Y todavía hay un tercer motivo muy importante: la incierta frontera entre salud y enfermedad ha avanzado en una nueva dirección y, así, afecciones tales como el alcoholismo, la depresión, las desviaciones sexuales o, incluso, los problemas personales o las relaciones familiares difíciles a menudo son consideradas enfermedades que merecen tratamiento. De hecho, muchos problemas mentales o sociales que recibían la consideración de personales –y que frecuentemente eran planteados, y eventualmente resueltos, en los confesionarios– han pasado a ser tributarios de los servicios de salud. En definitiva, mientras que hace sesenta o setenta años el conjunto de la morbilidad podía ser considerado como una gota de líquido de un tamaño mensurable, ahora es considerado como una atmósfera planetaria de una densidad cada vez menor a medida que se aleja del núcleo central..., pero sin ningún límite claramente definible.



A todo ello hay que añadir que, tal y como demuestran los estudios económicos, el incremento de la oferta sanitaria genera automáticamente un incremento de la demanda y que el ascenso, por otro lado muy deseable, del nivel de instrucción de la población hace subir también el nivel de exigencia del usuario. La consecuencia lógica es que el coste de los servicios de salud no solamente no disminuye, sino que adopta la forma de una espiral prácticamente imposible de detener.



Justo es decir que los intereses económicos de determinadas corporaciones –profesionales o puramente mercantiles– también contribuyen a fomentar esta evolución imparable. Por ejemplo, ciertas multinacionales de la industria farmacéutica han sido acusadas por una revista médica tan prestigiosa como es el British Medical Journal de disease mongering, es decir, de "traficantes de enfermedades" al promocionar determinadas especialidades farmacéuticas con objeto de combatir enfermedades más o menos inventadas.



2. ¿Cuál es el estado de salud de la población?


Es evidente que algo tan difícil de definir como es la salud resulta todavía más complicado de evaluar. La prueba es que muchos de los parámetros utilizados en este terreno son indicadores negativos, es decir, que no son de salud, sino de "no salud". Y así, cuando queremos evaluar el estado de salud de una población hablamos de morbilidad o de mortalidad y, muy especialmente, de mortalidad infantil (proporción de bebés que mueren antes de cumplir un año de edad), parámetro, este último, que da una visión muy objetiva del estado sanitario de un país. Los principales indicadores positivos, en cambio, se fundamentan en la duración de la vida más que en su calidad: expectativa de vida al nacer o a una determinada edad (por ejemplo, a los sesenta años).



A partir de estos datos saltan a la vista las grandes diferencias históricas y geográficas que se constatan al revisar los datos correspondientes, por ejemplo, a la mortalidad infantil. En Cataluña a inicios del siglo XIX morían, antes de cumplir el año, unos 300 niños de cada 1.000 que nacían; al empezar el siglo XX (ya con datos oficiales del Registro Civil), la cifra se había reducido a la mitad (exactamente 150,8 por mil), y en el año 2000 murieron sólo un 3,4 por mil, dato que ya es difícilmente mejorable y que se compara muy favorablemente con el que se registra en los países más avanzados. Ahora bien, si examinamos los datos correspondientes a países menos desarrollados, comprobaremos las grandes diferencias existentes. Así, por ejemplo, en China la mortalidad infantil es todavía de 33 por mil, cifra que llega al 60 o al 80 por mil en los países más pobres.



Paralelamente, estas grandes diferencias se observan en la esperanza de vida al nacer, que en Cataluña ha pasado de una media de 36,7 años en 1900 a casi 80 años en el momento actual (en ambos casos con una clara superioridad de las mujeres). Salvo en Japón, no hay otros lugares en el mundo con una supervivencia más elevada. También en este caso, mientras que prácticamente todos los países del mundo occidental dan resultados muy similares, nos encontramos con diferencias muy sustanciales, diferencias que son inversamente proporcionales al respectivo nivel de renta. Así, en muchos de los países del Tercer Mundo la esperanza media de vida es apenas de 45 años.



Los progresos de la sanidad han contribuido muy positivamente a esta notable mejora, experimentada sobre todo por los países de nuestro entorno, y se deben, de manera muy remarcable, al éxito de la lucha contra las infecciones, principal causa de muerte, hace medio siglo, en la infancia y la juventud. La llamada transición epidemiológica, es decir, el descenso de las infecciones, que son sustituidas en el ranking de mortalidad por las enfermedades degenerativas, predominantes en poblaciones más desarrolladas y envejecidas, se ha debido a medidas preventivas y terapéuticas que han resultado decisivamente eficaces. Por otro lado, no hay ninguna duda de que la mejora de las condiciones de vida y el progreso de la educación han sido tanto o más importantes que el perfeccionamiento de la práctica médica. En este sentido hay que remarcar que según un estudio reciente sobre el estado de salud de la población realizado por la OMS, en colaboración con la Escuela de Salud Pública de Harvard y el Banco Mundial, el mundo está dividido en siete regiones diferentes según su grado de desarrollo, teniendo en cuenta el PIB, el grado de escolarización y el nivel tecnológico alcanzado, factores clave en cuanto a la salud.



Debe remarcarse también que en los países más desarrollados se constatan aún claras diferencias determinadas por el entorno sociocultural. Los ejemplos de la precariedad de este Cuarto Mundo que vive entre nosotros son numerosos y muy demostrativos. En el Reino Unido, hace ya unos treinta años, se comprobó que la mortalidad infantil era del orden del 11,5 por mil entre las clases más acomodadas, mientras que ascendía al 30 por mil en las más desfavorecidas. Existen múltiples estudios que demuestran, todavía, la existencia de notorias diferencias entre diversas comarcas aquí y en todas partes. Y, sin ir más lejos, datos del Ayuntamiento de Barcelona constatan que, entre los diferentes distritos de la ciudad, hay diferencias notables que coinciden con el grado de analfabetismo declarado: a menor grado de instrucción, más años potenciales de vida perdidos.



Tal y como hemos indicado, el éxito en la prevención y el tratamiento de las enfermedades transmisibles, causadas por parásitos, bacterias, virus o priones, ha sido la causa de la transición epidemiológica. La vigilancia del agua potable, el tratamiento de las aguas residuales, el incremento de la higiene personal, la introducción de las vacunas y, posteriormente, el descubrimiento, durante el siglo pasado, de quimioterápicos y antibióticos verdaderamente eficaces hizo pensar que las enfermedades infecciosas podían ser definitivamente vencidas.



Por desgracia este optimismo se ha mostrado muy equivocado. Por una parte hay que reconocer que todavía hay países del Tercer Mundo con poblaciones sin agua potable, hecho que origina la aparición de un gran número de diarreas infantiles. Según datos de la OMS ello conlleva que unos tres millones de niños mueran anualmente.



La introducción de las vacunas ha sido una de las armas más eficaces en la lucha contra las infecciones. Gracias a la vacunación, la viruela ha desaparecido de todo el mundo y la poliomielitis, ya inexistente en el mundo occidental, parece que podrá ser dominada totalmente en pocos años. En nuestro país las campañas de vacunación han acabado con el sarampión y han hecho bajar espectacularmente el número de casos de difteria, tétanos, tos ferina, rubéola y parotiditis.



Otra causa de la persistencia de las infecciones –y esto en todas partes– es la aparición de resistencia a muchos agentes antiinfecciosos. En un momento determinado pudo pensarse en la erradicación del paludismo, conseguida ciertamente en los países occidentales pero que aún ahora produce más de dos millones de muertes anuales. Otra plaga mundial, la tuberculosis, no ha sido dominada todavía, a pesar de disponer de medicamentos eficaces. Unos dos millones anuales de defunciones son causadas por esta enfermedad.



Junto a las infecciones que no han sido vencidas hay que indicar que, en los últimos veinticinco años, se ha identificado una treintena de nuevas infecciones, algunas de las cuales han creado problemas importantes. Éste es el caso, por ejemplo, de la legionelosis, de la encefalopatía espongiforme bovina o enfermedad de las vacas locas y, muy especialmente, del síndrome de inmunodeficiencia adquirida (SIDA), que se ha convertido en uno de los problemas sanitarios más importantes. Desde que fue identificado, al inicio de la década de los ochenta, el sida, originario de África austral, se ha ido extendiendo por todo el mundo. En Cataluña –uno de los países europeos más afectados– se ha diagnosticado un número creciente de nuevos casos hasta llegar a 1.575 en el curso de 1994. Debido a su elevada mortalidad, el sida ha llegado a ser la primera causa de muerte juvenil entre nosotros. Afortunadamente el descubrimiento de medicamentos eficaces –aunque no curadores– ha permitido la progresiva disminución (428 casos en el año 2001) de la morbilidad y de la mortalidad, eso sí, con unos costes económicos muy elevados. El precio de estos agentes retrovirales hace que no puedan ser utilizados de forma amplia en países del Tercer Mundo. En África subsahariana no pueden recibir tratamiento ni un 1 por ciento de los infectados, y ello explica que la enfermedad haya causado cuarenta millones de muertes en todo el mundo y que se estime en tres millones el número de personas que mueren cada año a causa del sida. Este terrible ejemplo nos demuestra que no podemos cantar victoria ante las infecciones y que la eficacia de la lucha contra muchas de ellas requiere unos recursos económicos y humanos que desgraciadamente no están al alcance de la mayoría de países.



El otro gran capítulo de la patología, las enfermedades no transmisibles, constituye un grupo heterogéneo y es, como hemos dicho, la principal causa de mortalidad en los países desarrollados. No podemos olvidar, sin embargo, que la desnutrición continúa siendo uno de los grandes problemas del Tercer Mundo, donde hay, según la OMS, 170 millones de niños con peso insuficiente con un alto riesgo de muerte prematura. Como contraste, la misma OMS señala que, en los países occidentales, hay más de mil millones de personas con sobrepeso, quinientas mil de las cuales mueren cada año a causa de complicaciones de su obesidad.



En la llamada "sociedad opulenta", de la que formamos parte, los principales problemas de salud son ahora las enfermedades degenerativas.



Ciertamente los factores genéticos son muy importantes como causa de muchas de estas enfermedades y, por el momento, poco podemos influir en ello. Ahora bien, en la mayoría de los casos los denominados factores de riesgo, que dependen de la conducta de cada uno de nosotros, tienen mucha importancia en la génesis de las afecciones cardiovasculares y de un buen número de neoplasias o tumores malignos. Por ello, a fin de mantener un buen estado de salud, hay que estar pendientes de estos factores de riesgo.



Tal y como se ha dicho tantas veces, las tres C (corazón, cáncer y carretera) constituyen los peligros constantes que, en buena medida, pueden ser evitados.



La nefasta influencia del sedentarismo y de las dietas excesivas y desequilibradas es suficientemente conocida como causa evidente de la obesidad y de la hipertensión, dos de los principales factores de riesgo. Seguramente no se ha valorado lo bastante la importancia del abuso de drogas. El consumo continuado de drogas no es una novedad. Todas las civilizaciones han tenido o tienen sus drogas habituales. Lo que las diferencia es la consideración que se les da en las diferentes épocas y los diferentes lugares; mientras que algunas son asumidas y se miran con buenos ojos, otras son consideradas nocivas y se prohíben oficialmente.



El alcohol y el tabaco, las drogas asumidas ahora y aquí, constituyen un riesgo indiscutible. Son la causa de muchos trastornos patológicos somáticos y psíquicos, provocan la muerte prematura de un gran número de personas e incrementan exageradamente la necesaria asistencia sanitaria con unos costes económicos cada vez más elevados.



Son bien conocidos los efectos perniciosos del abuso de bebidas alcohólicas. El alcoholismo agudo es una de las principales causas de los accidentes de automóvil. En nuestro país, por ejemplo, a pesar de la reducción de los límites tolerados de alcoholemia, mueren cada año unas quinientas personas a causa de dichos accidentes, muchas de las cuales son jóvenes, lo que representa una pérdida sensible y lamentable de años de vida.



No menos preocupante es el alcoholismo crónico, por desgracia muy frecuente en nuestro país. Un tanto por ciento considerable de ingresos hospitalarios están relacionados con el abuso continuado de bebidas alcohólicas. El hígado, el sistema nervioso y el comportamiento de los alcohólicos acaban profundamente afectados. Y ello conlleva no sólo una muerte prematura, sino también una afectación muy grande de la calidad de vida que repercute en el mismo enfermo y en su entorno.



Los efectos perniciosos del tabaco sobre la salud son de una magnitud extraordinaria. Gro Harlem Brundtland, que es todavía directora general de la OMS, ha insistido especialmente en este tema. Una actitud muy comprensible si tenemos en cuenta que, a causa del tabaco, mueren cada año en el mundo más de tres millones de personas, cifra que equivale a veintiséis millones de años de vida perdidos. En Cataluña no nos salvamos de esta plaga: a causa del tabaco mueren cada año unas nueve mil personas (es decir, una sexta parte del total de defunciones). Como es bien sabido, el tabaquismo es la causa principal del cáncer de pulmón y de otros tumores malignos, y de muchas otras afecciones respiratorias y cardiovasculares.



Las campañas antitabaco están, pues, plenamente justificadas, aunque su éxito sea limitado. En Cataluña, cuando se iniciaron (en el año 1983) fumaba un 58 por ciento de la población masculina y un 20 por ciento de la femenina. Veinte años después la frecuencia de uso del tabaco entre los hombres ha bajado considerablemente (ahora fuman sólo un 39 por ciento de hombres), pero en el caso de las mujeres se ha producido un notable aumento (del 20 por ciento han pasado al 30 por ciento) y, por lo tanto, en el conjunto de la población, la disminución ha sido lamentablemente poco significativa y sólo ha descendido del 38 por ciento al 34 por ciento.



Tal y como se ha dicho muchas veces, el tabaco es, de lejos, el primer problema sanitario, por otro lado perfectamente evitable si se deja de consumir. Las grandes industrias tabaqueras –que extienden cada vez más su propaganda a los países subdesarrollados– utilizan todo tipo de armas para conservar o ampliar su negocio, a pesar de sus funestas consecuencias. Las recientes medidas tomadas en el conjunto de Europa contra la publicidad del tabaco y para limitación de su consumo en determinados ámbitos están plenamente justificadas, y hay que esperar que contribuyan a cortar esta tremenda sangría de pérdida de vidas.



Pienso que estos ejemplos demuestran claramente que es posible luchar con éxito contra las principales causas de muerte en el mundo más avanzado, en la llamada sociedad opulenta. En efecto, tanto los tumores malignos como las afecciones cardiovasculares pueden ser tratados con éxito en muchos casos. Pero, sobre todo, pueden ser evitados en gran medida si somos conscientes de los factores de riesgo que las motivan (vida sedentaria, dietas desequilibradas, hipertensión, consumo de drogas) y adoptamos las medidas oportunas para evitarlos. Los éxitos logrados en la prevención y la lucha contra este gran grupo de enfermedades se evidencian por el considerable incremento de la esperanza media de vida al cumplir los sesenta años: mientras que al inicio del siglo XX, en nuestro país, las personas de sesenta años llegaban, de media, a los sesenta y nueve, ahora pueden alcanzar los ochenta y cinco.



Ciertamente junto a las infecciones y las alteraciones degenerativas existen otras causas de enfermedad y, eventualmente, de muerte sobre las cuales la medicina no posee muchas respuestas. Así, se dan las afecciones congénitas, sobre las cuales poco podemos actuar, y los accidentes o traumatismos de causa muy diversa.



3. La perspectiva de futuro


En las circunstancias actuales, ¿qué es lógico esperar con vistas al futuro? Particularmente debo confesar que no creo mucho en la prospectiva. En 1990, en la obra Le President, F.O. Giesbert afirmaba: "En los años treinta, el presidente norteamericano Franklin D. Roosevelt encargó a su administración la realización de un amplio estudio sobre las futuras tecnologías. Cuando el estudio fue publicado causó una gran impresión. Ciertamente, resultaba fascinante. Sólo había un problema: no se había previsto la llegada de la televisión, ni la del plástico, ni la de los aviones a reacción, ni la de los trasplantes de órganos, ni la de los rayos láser, ni siquiera la de los bolígrafos".



Ya hemos visto como, en el caso de las infecciones, el paso del tiempo no ha confirmado los buenos augurios de hace cincuenta años. Por otro lado, es muy cierto que pueden producirse progresos ahora inesperados. Con toda certeza la técnica continuará avanzando y, en el campo específico de la biología, el reciente descubrimiento del mapa del genoma y el inicio del estudio de la proteómica pueden abrir horizontes ahora impensables.



Pero, en términos generales, tenemos que admitir –como ha señalado el Club de Roma– que difícilmente los progresos pueden ser indefinidos. Cualquier desarrollo tiene que ser sostenible y, en el terreno de la vida, también podemos acabar muriendo de éxito.



Tal y como hemos mencionado antes, el estudio patrocinado por la OMS (en colaboración con la Escuela de Salud Pública de Harvard y el Banco Mundial) establece una proyección al año 2020 de las principales causas de muerte y de expectativas de vida en las siete regiones en que se ha dividido el mundo según su nivel de desarrollo. La conclusión es que las principales causas de muerte cambiarán completamente. Mientras que en 1990 las tres primeras eran las infecciones respiratorias, las diarreas y las causas perinatales, en el año 2020 serán sustituidas por la cardiopatía isquémica (infarto de miocardio), las depresiones y los accidentes de tráfico. Por otro lado, la expectativa de vida al nacer mejorará en todo el mundo, aunque las diferencias geográficas seguirán siendo notables: de un máximo de 80 años en los países más desarrollados a un mínimo de 55 años en las regiones más desfavorecidas.



Como afirma Sans Sabrafen en un reciente estudio, se ha llegado a aventurar que la tecnología puede llegar a solucionar todos los problemas de salud, dado que las enfermedades e incluso la muerte serían la consecuencia de las imperfecciones del sistema asistencial. Pero, de hecho, la biología nos enseña que la muerte es inevitable o, mejor dicho, que la muerte forma parte de la vida.



No es infrecuente que ciertos medios de comunicación especulen sobre un posible alargamiento significativo de la vida humana. Siempre ha habido casos excepcionales de supervivencia y, obviamente, ahora hay mucha más gente que llega a edades muy avanzadas. Pero las estadísticas demuestran que, por ejemplo, la esperanza de vida media a los 85 años es de 6,1 años más y que esta cifra no ha variado desde hace veinte años.



Como muy bien afirma Sans, el médico ahora debe tener como objetivo "la compresión reductora del periodo de senectud". O bien, añado, más que dar más años a la vida de lo que ahora se trata es de dar más vida a los años.



La combinación de la transición epidemiológica ya comentada con la transición demográfica –es decir, con la disminución espectacular de los índices de natalidad y de fecundidad– ha producido un envejecimiento progresivo de la población. En Cataluña en el año 1900 un 31 por ciento de los habitantes tenía un máximo de 15 años y a duras penas un 4 por ciento superaba los 65 años. En cambio ahora hay un 13 por ciento de niños, mientras que la gente mayor ya representa un 18 por ciento de la población y, en la circunstancia actual, la tendencia indica un incremento aún mayor de la proporción de ancianos.



Este cambio radical de la pirámide demográfica, junto a aspectos muy positivos tiene otros que no lo son tanto. Entre otras consecuencias el envejecimiento supone la aparición de graves problemas económicos y plantea cuestiones bioéticas difíciles de resolver.



Desde el punto de vista económico parece evidente que el gasto sanitario deberá tener unos límites, hecho que será difícilmente compatible con el significativo y constante envejecimiento de nuestra población: es una realidad evidente que los costes de la asistencia sanitaria se incrementan en progresión geométrica con la edad. Y hay que contar, además, con la asistencia sociosanitaria: entre los 65 y los 74 años un 5% de personas requieren ayuda para andar, mientras que en los mayores de 85 la necesitan un 40%. En este terreno se necesitarán inversiones muy considerables.



No menos importantes son los problemas morales derivados de todos los cambios que hemos comentado. Caplan, presidente de la Asociación Americana de Bioética, ha dicho recientemente: "¿Podemos hablar de un futuro mejor? Las tendencias demográficas y los problemas presupuestarios no son alentadores. Cuantas más vidas salvamos y cuanto más extendemos su duración, peores son las perspectivas para nuestros descendientes. Siguiendo así, lo que conseguiremos es una gran cosecha de viejos que chochean. Hay que reconocer que, hasta ahora, nos hemos dedicado más a prolongar la vida que a asegurar su calidad".



Tenemos la inmensa suerte de formar parte del mundo occidental, donde la circunstancia sociopolítica y los progresos sanitarios han permitido una enorme mejora del estado de salud de la población en el curso del siglo XX. Es preciso que nos cuidemos de procurar mantener la situación actual, ya difícilmente superable a mi entender.



Y por ello, además, no hay que olvidar al mundo no tan desarrollado. En primer lugar, obviamente, por la solidaridad que debemos tener con las poblaciones donde –entre otras cosas– la situación sanitaria es manifiestamente mejorable. Pero también por egoísmo. Cada día más, como se ha dicho repetidamente, el mundo se ha convertido en una aldea global. Si no estamos alerta, las malas condiciones de salud de tantas regiones pueden acabar afectándonos de lleno; el sida ha sido un buen ejemplo de ello.



No sé si esta reflexión les habrá servido de mucho. En resumen, lo que he intentado explicar es que el progreso científico de la sanidad, y muy especialmente la mejora del nivel socioeconómico y el de instrucción, son decisivos para conservar una buena salud durante una larga vida. Si pretendemos disfrutar durante muchos años de este bien excepcional y fugaz, que para entendernos llamamos salud, es preciso que seamos conscientes de que ello depende en gran medida de nosotros mismos. La salud es cosa de todos –tal como se ha dicho–, pero muy especialmente de uno mismo.


Muchas gracias por su atención.



Citación bibliográfica:

LAPORTE, JOSEP (2003). "Una reflexión sobre la salud". En: Acto de investidura de Josep Laporte como doctor honoris causa por la UOC. (3 de marzo de 2003: Barcelona) [discurso en línea]. UOC. [Fecha de consulta: ]
<http://www.uoc.edu/dt/20193/index.html> 

[Fecha de publicación: marzo de 2003]


SUMARIO
1.Sobre el concepto de salud
2.¿Cuál es el estado de salud de la población?
3.La perspectiva de futuro


Nota*:

Discurso pronunciado por el Dr. Josep Laporte en el acto de investidura como doctor honoris causa por la UOC, el 3 de marzo de 2003.