Las diferencias entre el delito de malversación de caudales públicos, la apropiación indebida y la estafa no siempre son claras; menos aún cuando la dinámica comisiva incorpora nuevas tecnologías, provocando así serias distorsiones en el seno del principio de legalidad. El presente trabajo tiene como finalidad, precisamente, la clarificación de las fronteras entre las anteriores figuras delictivas en el CP/1973 y en el vigente texto de 1995 cuando se emplean las tecnologías de la información en la comisión del ilícito. Ello es extensible, a su vez, al análisis de la capacidad de los tipos penales para subsumir falsedades sobre documento electrónico, con especial referencia al empleo de mecanismos de firma y cifrado asimétricos.
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| Parte I |
Hechos probados
El procesado Ángel C.V., mayor de edad y sin antecedentes penales, que ingresó el 11 de enero de 1982 en el Instituto Nacional de Empleo (INEM), contratado en régimen administrativo de colaboración temporal, asimilado a la escala auxiliar y nombrado el 18 de diciembre de 1986 funcionario de carrera en el puesto de auxiliar de la Oficina de Prestaciones con destino en la Subdirección de Prestaciones de la Dirección Provincial del INEM de Barcelona, entabló contacto personalmente con los también procesados Juan Carlos U.C., Eduardo U.C., Francisco Javier G.S., Jorge S.B., Gabriel S.B., todos ellos mayores de edad y sin antecedentes penales, y les propuso cobrar prestaciones de desempleo a las que ninguno de ellos tenía derecho, repartiéndose posteriormente lo obtenido. Asimismo, a través de su hermano Jorge C.V., mayor de edad y sin antecedentes penales, que desde el 16 de octubre de 1989 trabajaba contratado en el INEM como auxiliar administrativo en régimen laboral temporal, estableció contacto con el también procesado Fulgencio M.L., mayor de edad y sin antecedentes penales, y, a través del ya citado Juan Carlos U.C., con el procesado Francisco Javier B.E., mayor de edad y sin antecedentes penales computables, a los que hizo idéntica proposición, que fue aceptada por todos ellos. Dado que Ángel C.V., por su trabajo, conocía el procedimiento de tramitación, reconocimiento, mecanización y pago de las prestaciones por desempleo y que tenía acceso a los terminales del ordenador en el que, una vez reconocido a un trabajador por la oficina de empleo el derecho a la prestación por desempleo se mecaniza y controla dicha prestación, fue introduciendo mensualmente en el ordenador del INEM los datos de nombre y documento nacional de identidad de los siete mencionados procesados como beneficiarios de prestaciones de desempleo pese a que ninguno de ellos había tramitado expediente para que se le reconociera tal derecho, e incluso en algunas ocasiones, por el procedimiento de anteponer el dígito 1 al número de DNI, los hacía con derecho a percibir no sólo una, sino dos prestaciones mensuales. Por el sistema descrito, Juan Carlos U.C. llegó a cobrar del INEM 18.664.143 pesetas en el período comprendido entre octubre de 1985 y octubre de 1991; Eduardo U.C. cobró 16.907.699 pesetas de enero de 1987 a septiembre de 1991; Francisco Javier G.S. cobró 12.337.192 pesetas desde abril de 1988 hasta octubre de 1991; Jorge S.B. cobró 9.982.065 pesetas de julio de 1988 a octubre de 1991; Gabriel S.B. cobró 5.199.079 pesetas desde febrero de 1990 hasta septiembre de 1991; Francisco Javier B.E. cobró 4.663.723 pesetas de diciembre de 1986 a diciembre de 1988, y Fulgencio M.L. cobró 3.957.674 pesetas desde agosto de 1990 hasta septiembre de 1991. Todos ellos entregaban a Ángel C.V. parte del dinero que iban cobrando, salvo Fulgencio M.L., que lo entregaba a Jorge C.V. Para el cobro de las anteriores cantidades fue necesario que cada uno de los perceptores, cada vez que cobraba en la entidad bancaria el subsidio mensual de desempleo, firmara un recibo de los que el sistema informático del INEM reproducía automáticamente y que eran repartidos a la red de oficinas bancarias y, una vez firmados por el preceptor, eran devueltos a la dirección provincial del INEM.
El Ministerio Fiscal, en su escrito de conclusiones definitivas, solicitó la condena por delito continuado de malversación de caudales públicos y delito continuado de falsedad en documento oficial. La Audiencia de instancia condenó a Ángel C.V., Juan Carlos U.C., Eduardo U.C., Francisco Javier B.E., Francisco Javier G.S., Jorge S.B., Gabriel S.B. y Fulgencio M.L., como autores de un delito continuado de estafa y de un delito continuado de falsedad en documento oficial, y a Jorge C.V., como autor de un delito de estafa. El Tribunal Supremo (TS) casa la sentencia de audiencia y dicta una nueva, en la cual:
1. Se condena a los acusados por un delito de malversación de caudales públicos. Ciertamente el propio Tribunal reconoce la escasa fortuna de la calificación jurídica que finalmente recaerá sobre el supuesto de hecho, especialmente si se contempla desde el principio de legalidad. En efecto, el Tribunal Supremo afirma en su Fundamento Jurídico Primero la presencia del elemento típico "tenencia a cargo por razón de las funciones", aun cuando "pudiera parecer dudoso que el puesto de trabajo que funcionarialmente desempeñaba no estuviera directamente relacionado con el manejo de tal ordenador, pues la realidad es que tuvo a su disposición esos caudales públicos de modo directo o indirecto, pero siempre abusando de sus conocimientos como funcionario del Instituto defraudado". Fue, según la Sala, "el puesto que ocupaba dentro del organismo el que le facilitó y del que se aprovechó para manipular el ordenador y lograr la obtención ilegal de esos caudales en su propio beneficio y de los demás", lo cual anula en su parte dispositiva la sentencia dictada por el Tribunal a quo. Asimismo, el Tribunal Supremo absuelve a los condenados en instancia del delito de falsedad documental por el que venían siendo condenados por la Audiencia Provincial.
2. Asimismo, el TS desaprueba, desde el prisma del principio acusatorio y la heterogeneidad procesal, la calificación por delito de estafa, estimando, a modo de obiter dicta, la escasa fortuna de la calificación por estafa de no haberse producido vulneración del principio acusatorio, dado que no es fácil en este tipo de supuestos verificar la presencia de un engaño bastante en el sentido típico del delito de estafa, ni del subsiguiente error al que debe ir causal y normativamente unido.
3. En relación con los partícipes en el hecho no funcionarios, el TS afirma la unidad del título de imputación, extendiéndoles la calificación por malversación basándose en los siguientes motivos: "la condición de funcionario opera en estos casos como elemento integrante del tipo y no como circunstancia modificativa, lo que hace que el delito sea malversador y no puramente apropiatorio"; en segundo lugar, porque la solución contraria infringe la teoría de la unicidad, según la cual "todos los partícipes intervienen en un solo y único delito, sin que sea lícito punir a unos subsumiendo su conducta en una figura delictiva y a otros encausados su comportamiento en descripción ilegal distinta"; en tercer lugar, "porque con otra solución se rompería la unidad indestructible del tipo al tratarse del mismo hecho".
4. Por último, la sentencia de casación anula la condena por delito de falsedad en documento oficial impuesta por la resolución de la Audiencia, por cuanto "a) La manipulación falsaria de ordenadores u otros instrumentos semejantes no estaba tipificada en el Código de 1973 en sus artículos 302 y siguientes, ya que tales instrumentos no tenían la consideración de documentos. A partir de la entrada en vigor del Código de 1995, sí contienen esa consideración según lo establecido en su artículo 26 al entender como documentos a efectos penales "todo soporte material que exprese o incorpore datos, hechos o narraciones con eficacia probatoria...". Es claro por ello que, al no existir el tipo delictivo en el momento de cometerse el presunto delito de falsedad, no puede aplicarse la posterior norma en perjuicio del reo. b) En cuanto a los recibos bancarios, no puede hablarse de modo alguno de que las personas que los firmaron cometieran ningún tipo de falsedad, al tratarse de firmas auténticas y reflejarse en ellos la realidad de lo sucedido, es decir, que habían recibido las cantidades que se les entregaban, tuvieran o no derecho a ellas, cuestión ésta indiferente al delito que estamos tratando".
Estas cuatro cuestiones serán, pues, objeto de comentario a lo largo de este trabajo.
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| Parte II |
1. La entrada en vigor del nuevo Código Penal ha supuesto una homogeneización de la relación existente entre sujeto activo y objeto material en los tipos de distracción y sustracción. Tanto en una como en otra modalidad típica, el funcionario público o autoridad debe tener a su cargo y por razón de sus funciones los caudales o efectos (públicos). Desaparece así la controvertida puesta a su disposición introducida con la reforma del Código Penal de 1963 únicamente para el peculado por sustracción del antiguo artículo 394 CP.
A diferencia de lo que sucede en otros países de nuestro entorno,[1] la regulación de los delitos de malversación contenida en el Código Penal de 1995, continuando la tradición histórica, extiende el estatuto penal de la Administración pública hasta supuestos no siempre relacionados con aquélla, ni aun de modo mediato. Mientras el artículo 435 CP efectúa esta operación extensiva, los preceptos básicos, en cambio, imponen numerosas restricciones a la verificación del delito, reclamando la presencia de: a) un funcionario público o autoridad; b) que tenga a su cargo; c) por razón de sus funciones; d) caudales o efectos; e) públicos. En efecto, no parece difícil advertir el carácter restrictivo que la vinculación con los caudales impone a la vis expansiva del capítulo. La limitación viene impuesta por un doble orden de circunstancias. No sólo es necesario, en primer lugar, que el funcionario tenga a su cargo los caudales o efectos, sino que, en segundo término, deben estarlo por razón de sus funciones.[2] Sin embargo, tal apreciación se halla lejos de ser un hecho incontestable. A la confusión de ambos elementos, citados con más frecuencia de la deseada de modo intercambiable,[3] así como a su empleo en ocasiones arbitrario,[4] se suma una tendencia doctrinal y jurisprudencial a la interpretación extensiva de ambos términos capaz de abarcar cualquier hipótesis imaginable, lo que no es obstáculo, desde luego, para renunciar a cuantos criterios generales se construyen cuando éstos no se acomodan a la justicia material del caso concreto.
1.1. Tenencia a cargo. Históricamente, la expresión ha estado presente en cada uno de los códigos penales españoles[5] y tradicionalmente se ha entendido por doctrina y jurisprudencia que dicha tenencia a cargo del funcionario (o autoridad) de caudales o efectos públicos debe implicar una laxitud conceptual que permita la extensión de los tipos hacia situaciones en las que no se detenta inmediatamente el objeto, pero en las que es posible, a través de otros mecanismos, acceder a él; especialmente, a la vista de las excesivas limitaciones que una comprensión estricta conlleva. Siendo de los dos en estudio el elemento que menos problemas habría de comportar, lo cierto es que su análisis trasciende los márgenes del tipo para afectar a sus relaciones con otras figuras delictivas comunes, como el hurto o la apropiación indebida.[6] Las teorías sobre el alcance de la tenencia o puesta a cargo pueden sistematizarse del modo siguiente:
a) La tesis de la posesión. Desde antiguo se ha tratado de identificar la tenencia a cargo con la posesión del objeto para dotar de significado la relación entre el objeto material y el funcionario.[7] Tal equiparación conlleva, sin duda, una visión demasiado estrecha de aquel elemento. Por una parte, no parece ofrecer dudas la mayor extensión del término a cargo que el de posesión, pues el primero se muestra capaz de absorber situaciones en las que el sujeto activo no ostenta una relación de inmediatez con la cosa o el caudal, sino que el poder de actuación se concreta en la capacidad jurídica de actuación sobre el mismo.[8] Lo contrario inhabilitaría los tipos básicos de peculado por sustracción y distracción para abarcar supuestos de actuación remota sobre la cosa, con eficacia sin embargo frente a terceros,[9] precisamente porque las funciones del sujeto le encomienden la tenencia mediata o, si se quiere, la mera disponibilidad. En sentido estricto, la posesión, tal como se concibe en la doctrina civilística, tampoco resultaría útil en la averiguación del sentido de la expresión típica en examen, a pesar de algún intento doctrinal,[10] tanto por su escasa delimitación en aquella disciplina,[11] como por el carácter esencialmente sancionatorio que la misma reservaría al derecho penal. De ser así, sólo en los casos en los que el funcionario estuviese legitimado para el ejercicio de las correspondientes acciones civiles para la defensa de la posesión o para la reposición por las mejoras efectuadas podría surgir el delito de malversación.[12] Además, la restricción del tipo de malversación a supuestos en los que el sujeto activo se configura como servidor de la posesión administrativa o que, de otro modo, tiene en su ámbito de disposición inmediata el objeto material, no se corresponde con el desarrollo integral de los poderes públicos en la última centuria. Dicha limitación dejaría injustificadamente al descubierto cuantas operaciones financieras se realizan sin detentación material del sustrato, a través de técnicas contables o del empleo de las telecomunicaciones, supuestos en los que principalmente el dinero se mueve sin necesidad de disponer físicamente del mismo.[13]
b) La tesis de la custodia. Otro tipo de soluciones, aportadas principalmente por la doctrina alemana, tampoco se ajustan ni al objeto jurídico tutelado por los preceptos de funcionarios, en general, ni a la malversación, en particular. Los intentos de importar a nuestro país los resultados obtenidos en Alemania a través de la interpretación socionaturalística del término custodia (Gewahrsam)[14] empleado en los §§ 246 y –hasta la Einführungsgesetz des Strafgesetzbuch– 350 StGB, no han cuajado definitivamente en el panorama doctrinal español. La virtualidad de la custodia como elemento diferenciador entre los tipos de apropiación indebida y hurto germanos perdía su razón de ser una vez interpretado su significado de modo equivalente al del § 350. En efecto, la consignación del concepto de custodia en el § 246 StGB sirve desde antiguo para establecer el criterio diferenciador entre los delitos de hurto y apropiación indebida;[15] y, como quiera que el desaparecido § 350 alemán quedaba fuertemente ligado a la estructura objetiva y subjetiva del tipo de apropiación indebida y que, además, reclamaba idénticamente la existencia de custodia de la cosa por el sujeto activo, la doctrina extendía las consecuencias interpretativas del § 246 StGB también al delito de malversación,[16] de modo que la confluencia de recepción oficial de la cosa junto a la cualidad subjetiva de autor no evitarían la calificación del hecho a título de hurto si no fuese posible fundamentar la existencia de custodia en el sujeto activo. Al efecto se entiende, en términos generales, que la ruptura de la custodia –es decir, aquellos casos en los que el autor, para acceder al objeto, debe superar la barrera de la custodia existente en otro sujeto– fundamenta un delito de hurto, en tanto los supuestos en los que el sujeto activo ya se encuentra custodiándola exclusivamente se remitirían a la apropiación indebida[17] o, en su caso, a la malversación. El principal obstáculo, claro está, consiste en determinar cuándo puede entenderse fundamentada la presencia de una relación de custodia por parte del autor y en qué situaciones, por el contrario, debe concluirse que éste se ve obligado a quebrantar la existente en otra persona. Por custodia, a los efectos de ambos parágrafos, debe entenderse la presencia de una relación dominical exclusiva sobre la cosa, capaz de expresar la presencia de un poder jurídico sobre la misma, lo que sucederá siempre que ésta se halle en régimen de dominio exclusivo en el autor (Alleingewahrsam) y no, por el contrario, compartida (Mitgewahrsam, que remitiría, pues, al tipo de hurto). Su afirmación dependerá de los principios generales de la experiencia a los que, según doctrina, se hallan sujetos todos los tribunales[18] o, según otra suerte de matices, de la "interpretación de la vida cotidiana".[19] Y será precisamente la arbitrariedad subyacente en esta concepción[20] lo que impida la equiparación entre tenencia a cargo y custodia en los términos aludidos. A través de una suerte de normativización de sentido, la concreción de la custodia pretende superar los problemas más arriba apuntados a los que se enfrenta el recurso a la posesión, sobre la ausencia de interferencias en el ejercicio de la custodia. Pero con ello únicamente se consigue otorgar un trato paritario a situaciones completamente divergentes. Quedan fuera del delito de malversación los casos en que el sujeto activo mantiene la posibilidad de actuar sobre el objeto (especialmente cuando queda confirmada la "razón de las funciones"), mas no en exclusiva sino en régimen de codisponibilidad homogénea[21] o subordinada a las órdenes del superior.[22] Lo que se está produciendo realmente con dicho tratamiento, especialmente en el delito de malversación, es una mutación en el centro de imputación de las relaciones que pasa de la Administración pública en sentido lato al sujeto concreto. En lugar de tomarse como centro de valoración para el análisis de la ruptura o no de la custodia el órgano de adscripción al que se vincula el funcionario y considerar a éste como el vehículo de expresión del ente, dicho quebrantamiento se examina desde la propia óptica de los sujetos. De modo que lo que quebraría el funcionario para la doctrina alemana no es la custodia en relación con la Administración,[23] sino con el resto de sujetos que igualmente gozan de capacidad dominical sobre la misma, estableciendo niveles de análisis intersubjetivos equivalentes a los que operarían en el ámbito estrictamente privado.[24] La causa de esta interversión del centro de referencia no es difícil de encontrar. La tipificación del delito de malversación en la legislación penal alemana respondía a la idea de protección de la propiedad, que se configuraba, al igual que en el § 246, como objeto jurídico nuclear, sustituyéndose únicamente la violación de deberes de quien tiene el objeto bajo custodia o posesión del § 246 por los relativos a la condición pública del autor en el § 350. Y es precisamente desde la negación de estas premisas desde donde partieron las críticas a la extensión de la diferencia entre Allein- y Mitgewahrsam a esta sede, preconizándose entonces que la relación entre apropiación indebida y malversación, a la vista de la ubicación de esta última entre los delitos de funcionarios y las particularidades que ello conlleva, finaliza en la interpretación del verbo típico rector.[25]
c) La tesis de la disponibilidad. Adquiere entonces sentido la consideración de la tenencia a cargo como la posibilidad de operar jurídicamente sobre la cosa, independientemente del lugar en el que ésta se halle o la proximidad de la misma con el sujeto activo. Con ello se equiparan los términos tenencia a cargo y tenencia a disposición, empleados con anterioridad a la entrada en vigor del actual Código Penal, asumiendo la tesis de que la introducción del último elemento añadido a través de la reforma de 1963 únicamente buscaba el refrendo de la tesis doctrinal[26] y jurisprudencial[27] mayoritaria según la cual la tenencia a cargo del sujeto activo de los caudales comprendía la disponibilidad jurídica sobre los mismos. La codisponibilidad del objeto material no será entonces obstáculo para la subsunción en el tipo de malversación, tanto en el caso en que la misma se detente en régimen de igualdad con los codisponentes como en aquellos supuestos en los que el superior jerárquico somete a vigilancia los caudales. Pues, si en este último caso las posibilidades del subordinado sobre el objeto se traducen en la posibilidad de operar con los mismos de forma mediata o inmediata (y además se hace con arreglo a los límites establecidos por la exigencia del nexo en el ejercicio de las funciones), nada obstaculiza la realización del tipo,[28] salvo que se quieran contemplar los delitos de malversación desde la óptica de los deberes de fidelidad del funcionario que no surgirían cuando se encuentra bajo la supervisión de la autoridad correspondiente.[29] La aparente extensión del precepto que parece operar la interpretación laxa del término a su cargo se ve limitada en un doble sentido. Por una parte, veremos a continuación que la capacidad dispositiva del agente debe estar refrendada por razón de sus funciones, expresión cuyo sentido opone fuertes restricciones de lege lata a la simple disponibilidad. Por otra parte, la disponibilidad jurídica excluye, como se ha apuntado en algún sector doctrinal,[30] los casos en que el funcionario es un mero servidor de la posesión carente de capacidad dispositiva sobre los caudales, independientemente, pues, de que entre sus funciones figure, precisamente, la de constituirse en poseedor mediato del ente al que se adscribe. Con ello se agudiza la ratio iuris de los preceptos como manifestación del principio de eficacia, pues si la Administración alcanza sus finalidades a través de la actuación de las personas físicas que la integran, la incriminación de quien no posee capacidad de ninguna clase para la realización de actos tendentes a la satisfacción de aquéllas, pierde su sentido. Lógicamente, la concreción particular del interés general que con aquella dotación dineraria o de carácter mueble poseída inmediatamente por el sujeto activo se pretendía devendrá lesionada, pero en igual medida que en los casos en que un particular accede a la caja fuerte del ente y toma los caudales con ánimo de lucro. La principal diferencia entre ambos supuestos radica en la existencia de un título en el sujeto activo que le obligue a la devolución, supuesto en el cual el hecho podría verse subsumido en la apropiación indebida cualificada por abuso del cargo público del artículo 438 CP. La tenencia a cargo del objeto del delito confirma pues, de nuevo, que la objetividad del delito radica en su identificación con la Administración pública –lato sensu– en funcionamiento, contemplada desde una óptica de dinamicidad, ajena a la pretensión de definición de sus contornos de protección como realidad estática. Vista desde esta perspectiva, el apuntado carácter expansivo con el que han sido definidas las conductas típicas se mantiene en las fronteras tanto de la necesaria seguridad jurídica –a la que se opone la extraordinaria normativización de los elementos típicos– como del principio de unidad del ordenamiento jurídico y del propio principio de igualdad, desde cuya óptica difícilmente se justificaría una cualificación delictiva para supuestos en nada diferenciados de las figuras comunes.[31]
1.2. La expresión "por razón de sus funciones". La citada perspectiva dinámica se confirma con la exigencia de que los caudales o efectos se hallen a cargo del funcionario público o autoridad por razón de sus funciones. El requisito de vinculación con el objeto presenta un evidente carácter limitativo del espectro de conductas subsumibles según los tipos de sustracción y distracción, íntimamente ligado a la prescripción que le precede en el orden típico, según la cual el funcionario debe tener los caudales a su cargo. La simple observación de la concatenación de requisitos alusivos a la condición del sujeto activo, la publicidad de los caudales o efectos como objeto material o la exigencia de que aquél y éste se relacionen de un modo específico, son ya suficientes indicios para que la investigación del fundamento, y la naturaleza jurídica del precepto, trascienda los márgenes de los deberes de fidelidad o de la estricta protección del patrimonio para situarse en un plano de actuación distinto. La referencia a la razón de las funciones, máximo exponente de la tendencia dinámica inherente a las conductas de malversación en cuanto parece anclar el referente de la conducta en la Administración pública en funcionamiento, constituye, sin embargo, el pilar fundamental en el que se apoyan las tesis más arcaicas sobre la ratio jurídica de los tipos y, por añadidura, el centro de atención por excelencia de una corriente doctrinal y jurisprudencial tendente a desbordar, cuando no a ignorar, los márgenes del tenor literal del tipo. Será precisamente el análisis crítico de la tesis apuntada uno de los factores que coadyuvarán a la demostración de que los delitos contra la Administración pública en general, y el capítulo dedicado a la malversación en particular, son producto de la necesidad de tutela instrumental de los principios que la justifican y que, en consecuencia, permiten el desarrollo de su actividad.
En cuanto atributo íntimamente ligado a la exigencia de que el funcionario público o autoridad tenga a su cargo los caudales o efectos públicos, la razón de las funciones constituye la fuente legitimante de dicha tenencia: justifica su existencia con carácter jurídico penalmente relevante y delimita su necesaria apertura a supuestos que inicialmente no obtienen claro acomodo en dicha expresión. La inmediata conexión entre ambos momentos, que en todo caso mantienen un mínimo de independencia conceptual, es con toda probabilidad la causa fundamental de la confusión jurisprudencial sobre las parcelas de eficacia de cada una de ellas. Y, puesto que la tenencia a cargo acusa un marcado carácter ampliatorio del radio de acción gramatical, buscando –con buen criterio– en patrones normativos las bases sobre las que asentar su contenido, no es de extrañar que la principal aportación jurisprudencial consista en la socialización del vínculo típico que acompaña a la tenencia a cargo, esto es, la razón de las funciones, equiparando su contenido a la mera ocasionalidad, y contraponiendo su sentido a la rigidez derivada de la competencia específica como criterio rector.[32] Desde la simple ocasión de las funciones, pocas son las actuaciones formalmente adecuadas al tipo que no terminan subsumiéndose en él. La ocasionalidad se identifica así con cualquier concepto por el que el sujeto activo haya llegado a tener contacto con el objeto. Desde aquellos absolutamente indiscutibles, que por la generosidad de la interpretación son perfectamente asimilables, esto es, competencia específica derivada del estatuto propio, hasta el consentimiento de situaciones administrativamente irregulares (parcialmente viciadas) como la delegación de funciones sin facultades para ello o la simple asunción voluntaria de ellas sin delegación expresa[33], pasando por la costumbre del sector de que se trate.[34]
a) Concepciones subjetivas. La doctrina del Tribunal Supremo, amparada por el refrendo de amplios sectores de la doctrina española[35] e italiana[36], así como de la jurisprudencia de aquel país,[37] se explica fundamentalmente dado el apego por una explicación de los delitos contra la Administración pública desde parámetros excesivamente subjetivistas, en cuya virtud el deber de fidelidad del funcionario se erige en protagonista de la naturaleza jurídica del Título y criterio rector de interpretación de los diferentes tipos penales. La sustracción o distracción de caudales públicos será constitutiva de un delito de malversación siempre que el sujeto activo ostente un deber de fidelidad derivado de la función concreta que desempeña, pero independientemente de que la misma incorpore el manejo de tales objetos.[38] Cuando dicha relación no es constatable, es decir, cuando de la específica competencia atribuida al sujeto no es dable la identificación de una relación de ocasionalidad o de acercamiento esporádico, tampoco ello es obstáculo para negar el nacimiento de la relación objeto-sujeto, bastando a tal efecto la invocación del genérico deber de fidelidad que como funcionario público debe prestarse a la Administración pública.[39]
Así concebida la relación, y presupuesta la existencia de los deberes apuntados, los problemas derivados de la extensión se multiplican, pues con ello se procede a una equiparación con la estructura objetiva del peculado propia de aquellos ordenamientos en los que el ligamen sujeto-objeto aparece mucho más diluido y, por lo tanto, capaz de abarcar un mayor número de situaciones en las que se combinan de cualquier modo la presencia de un funcionario, un objeto material cualificado y la conducta nuclear de sustracción.[40] Procede recordar aquí que el antiguo parágrafo 350 StGB[41] concebía dicha relación únicamente a partir de la existencia de una recepción oficial por el funcionario público (amtlicher Gewahrsam oder Besitz), cuya concreción se resolvía mayoritariamente a través del recurso a la simple exigencia de una relación directa de causalidad entre la recepción y la actividad del funcionario,[42] como concepto diverso al de competencia funcionarial. Y si bien la recepción oficial es susceptible de ser interpretada desde muy distintos niveles de laxitud,[43] lo cierto es que la utilización del término oficial sólo mediatamente exige en su literalidad una específica conexión con la competencia específica del sujeto activo, pues la oficialidad, dada su generalidad, se muestra hábil para la absorción de situaciones más dispares que el concepto de razón de las funciones.[44] Así, nada impediría la comprensión en el tipo de los casos en que el funcionario recibe la cosa por error del disponente, quien, conociendo su obligación de entrega, desconoce, en cambio, la incapacidad del funcionario para recibirla.[45] Y, más allá, ningún inconveniente existiría tampoco en la recepción típica de los supuestos en que, atendido el prestigio de la institución, el particular deposita los caudales (que pasan a ser públicos) conociendo la inidoneidad del funcionario para la recepción, sobremanera si la pureza en el ejercicio de la actividad (genérica) funcionarial se sitúa junto al deber de fidelidad en el centro del injusto y teniendo en cuenta que el sujeto activo continúa siendo funcionario público y nos hallamos aún en supuestos de tenencia con ocasión del cargo. Por último, la puesta en común de depositante y depositario, cuando éste no está habilitado para la recepción del objeto material, cualificarían al funcionario a los efectos de los artículos 432 y 433 CP.[46]
Y si en un principio puede pensarse que la inclusión de todos estos supuestos en los tipos de malversación no deriva de la tesis de la ocasionalidad y la constante expansiva aplicada a ellos, la bondad de lo que se afirma puede certificarse recurriendo a la observación de uno de los problemas que, precisamente, ponen en cuestión la necesariedad de interpretaciones de tanta laxitud. Me refiero al abierto rechazo que la doctrina jurisprudencial de la ocasionalidad provoca respecto de la aplicación de otro tipo de figuras delictivas cuya estructura, elementos típicos y ubicación sistemática permitirían una correcta subsunción de las situaciones en las que el funcionario público actúa con abuso de cargo sobre caudales de la Administración pública o de particulares.[47] En efecto, la consignación en el artículo 438 CP de los delitos de estafa o apropiación indebida –especialmente este último– realizados con abuso del cargo parece evaporarse ante la explicación de la tenencia a cargo por razón de las funciones en clave de ocasionalidad.[48] Parece evidente que la expresión abusando de su cargo empleada en el citado precepto refiere su radio de acción a situaciones en las que el sujeto activo obtiene algún tipo de beneficio de su condición en la realización del hecho típico, independientemente de la conexión del hecho con las funciones a él encomendadas. Pero si se afirma la aplicación del delito de malversación siempre que el sujeto activo tenga a su cargo caudales por título que obligue a su devolución independientemente de las funciones del agente, en tal caso aquello que prima facie debería ser considerado como tipo de recogida para los casos de ausencia de alguno de los requisitos típicos de la malversación deviene inaplicable por la sola presencia de caudales públicamente calificados, adjetivación que, a la luz de los criterios empleados por el Tribunal Supremo, recorta aún más la capacidad del artículo 438 CP, puesto que cualquier clase de relación entre la Administración pública y los caudales convertiría a éstos en públicos.[49] Ciertamente, la aplicación del artículo 438 CP (art. 403 ACP) constituye rara avis en la praxis jurisprudencial y, en las pocas ocasiones en las que ha sido invocada por las partes y aplicada por el Tribunal, puede advertirse cómo la arcaica concepción de los deberes de fidelidad y la tendencia expansiva de la malversación hacia toda hipótesis de concurrencia entre caudales o efectos y la Administración pública tienen mucho que ver con este abandono.
b) Concepciones causalistas. Las tesis de la relación de causalidad en sentido estricto incurren también, por su parte, en graves desarreglos de orden teórico y práctico. En relación con la exigencia de una relación causal directa entre el ejercicio de la función y la recepción del caudal (a través de la vía que fuere), sucede lo mismo que cuando se habla de relación causal para entroncar acción y resultado en los tipos (básicamente) de resultado. La sola explicación de una relación así queda desequilibrada por defecto y por exceso. En efecto, si como se asegura en el ámbito doctrinal la causalidad directa que se reclama no es identificable con la recepción por razón de la función o competencia específica en sentido jurídico-administrativo, abarcando tanto los supuestos en que el sujeto no tiene ni un derecho ni una obligación, nada impediría, en contra del criterio mayoritario, subsumir en el tipo los casos en los que el sujeto padece una incompetencia absoluta para la manipulación de los caudales,[50] sin que, en tal caso, pueda acudirse a la normativa jurídico-administrativa que ha quedado conceptualmente excluida al optarse por el primer criterio. Por el contrario, la fijación de una relación de causalidad directa entre función y tenencia a cargo (o, en su caso, recepción oficial) no es capaz en ocasiones de explicar por qué deberían quedar al margen de los tipos de malversación, supuestos en los que el sujeto, teniendo poder jurídico de actuación sobre el objeto, este y aquel poder no quedan suficientemente determinados por una relación causal o lógica, lo que sucede en la mayoría de situaciones en las que, al margen de la competencia específica, el sujeto se halla por algún cauce legitimado para la actuación sobre el caudal.[51]
c) Competencia específica. Al otro extremo de la horquilla que la razón de las funciones abre al intérprete, la exigencia de una competencia específica del funcionario público para la tenencia de los caudales no satisface, en términos generales, las características del delito de malversación,[52] a pesar de haber sido defendida desde todas las tribunas.[53] En general, la exigencia de una competencia específica para operar sobre el objeto material que se posee identifica su contenido con la existencia de una norma de rango legal o reglamentario que la habilite, como medio más idóneo para lograr una mayor certeza jurídica sobre la normativización excesiva del tipo.[54] Sin embargo, las figuras de malversación pivotan sobre la realización de conductas desde el propio seno de la Administración en funcionamiento. Desde luego, desde la microvisión de los deberes de fidelidad, la fijación del nexo entre el caudal y el agente en términos exclusivamente legales o reglamentarios debilita las necesidades de lealtad que la Administración requiere para mantener su prestigio o, simplemente, la imagen que pretende dar al ciudadano, de manera que no puede decirse que sea ésta la idea patrocinada por quienes defienden estos valores en términos absolutos, es decir, como necesitados de tutela jurídico-penal. Y, a mi juicio, una restricción similar es aún más difícil de explicar si se parte de una concepción constitucional de la Administración pública, sometida por una parte a toda una gama de principios de actuación que, además de garantizar la adecuación de su actuación a la ley y al derecho, cercena las posibilidades de arbitrariedad inherentes a todo coloso organizativo, pero que, por otra, está habilitada por infinidad de normas para la actuación jurídicamente eficaz dentro de parámetros, eso sí, prefijados. La Administración pública, así, se expresa habitualmente a través de actos administrativos que no se sitúan en el plano de identificación jerárquica con la norma legal o reglamentaria pero que son jurídicamente válidos y eficaces. La reserva de la razón de las funciones a una sola forma (mínima) de expresión de la Administración desconoce su dinámica de actuación y petrifica sus estructuras, construyéndose así tipos de malversación incapaces de adecuarse a la realidad jurídica de la organización que tratan de preservar. No es, entonces, únicamente un problema del modo en que puede expresarse la Administración pública, que, por lo demás, no posee competencias legales sino tan sólo reglamentarias. Es también, y especialmente, un problema de legitimación de las fuentes de atribución de la competencia en relación con el tipo de organización al que nos referimos, situaciones ambas que no deben confundirse.[55] Si ésta sólo pudiera venir atribuida por ley, la estructura organizativa y de actuación de los poderes públicos no podría sostenerse. En el plano más administrativo, es decir, fuera de las fronteras del Derecho Penal es impensable la acotación del origen de la competencia a la ley o a una norma reglamentaria. El acto administrativo constituye el principal exponente de reorganización del sistema, de comunicación entre órganos y de actuación positiva, por lo que nada debería obstaculizar su inclusión entre los posibles centros de imputación de competencia.
d) La vinculación a las formas de expresión jurídico-administrativas como criterio delimitador de la razón de las funciones. Una concreción estrecha de los límites entre los que debe situarse el funcionario público respecto del caudal reclama una adaptación a las formas de expresión generales de la Administración, que desde la abstracción recorran las distintas posibilidades o canales de comunicación que la organización por excelencia utiliza. El principio general de actuación que define los poderes de la Administración pública puede anclarse en la teoría de la vinculación positiva a la ley en cuanto, a diferencia del principio pro libertate que impera en las relaciones del ordenamiento jurídico-ciudadano –libertad para todo lo que no esté expresamente prohibido–, la Administración únicamente puede alcanzar aquello que expresamente le está permitido. Lógicamente, la formulación del apotegma es lo suficientemente rígida como para poder ser interpretado con la generosidad que su funcionamiento reclama.[56] La vinculación positiva de la Administración a la ley es una forma de imponer un límite global a la extensión de su poder como garantía frente al ciudadano,[57] mas no puede entenderse como baremo absoluto de medición de cada actuación administrativa, porque entonces, sencillamente, anularíamos la Administración pública. Por eso no sólo se ha dotado a la Administración de una habilitación expresa de actuación sobre la casi totalidad de parcelas de actuación imaginables –estrategia horizontal de expansión–, sino que el modo de actuación, también sometido a idéntico principio, demuestra, ya desde la propia ley, una gran maleabilidad para preservar su eficacia –estrategia de expansión transversal. En primer lugar, la Administración no sólo se expresa ex lege desde plataformas legales. El acto administrativo activo u omisivo constituye la principal fuente de actuación. Y, así, la vinculación positiva a la ley no está reñida, por paradójico que resulte, con la presunción de validez de los actos administrativos, pues ello persigue la consecución de los mayores niveles de eficacia.[58] Los efectos positivos del principio de vinculación se mantienen mientras se mantiene el complejo de recursos que garantiza la legalidad de su actuación. Pero, además, la necesidad de preservar el contenido mismo del acto y su eficacia provoca que la irregularidad del mismo no siempre determine su nulidad ni, caso de hacerlo, lo será siempre y con carácter absoluto con efectos ex nunc. La anulabilidad del acto y la nulidad absoluta relativizada con efectos ex tunc sobre aspectos puntuales a los que afecta el acto, permiten la supresión futura del mismo manteniendo sus repercusiones de pasado, o al menos parte de ellas, en tanto en cuanto no deriven del núcleo esencial que determina la anulación. Y si todo ello es así frente a terceros, ningún motivo debe existir para que en el terreno organizativo, en sentido estricto, no se manifieste la misma estructura. De hecho, los principios esencialmente organizativos que informan la Administración pública (jerarquía, descentralización, desconcentración y coordinación) no quedan en importancia a la zaga de los principios de actuación (ad intra o ad extra) del órgano, sino que todos ellos interfieren recíprocamente buscando (generalmente en tensión dialéctica) el equilibrio que permita la actuación final en términos eficaces.[59] La teoría de la vinculación positiva de la Administración, principio derivado de la legalidad en la actuación de los poderes públicos, determina la barrera infranqueable del principio de eficacia que debe guiar a la Administración en la satisfacción de sus objetivos, por lo que la extensión de la tutela penal de este principio hasta extremos no amparados por la prima ratio determina una infracción del principio de intervención mínima por la vía hermenéutica, que no puede ampararse en criterios de lege lata dada la flexibilidad que destila el tipo a causa de su normativización. No hay eficacia posible en términos administrativos con infracción de legalidad.[60] No puede pretenderse una tutela del principio de eficacia en sede penal que se extienda incluso a supuestos en los que la satisfacción del principio se sitúa extramuros del ordenamiento jurídico (deja de ser, pues, una satisfacción legítima), por infracción previa de la propia Administración del principio de sometimiento a la ley y al derecho. La atribución de competencia al funcionario para la tenencia a cargo del objeto material subraya la voluntas legis de sancionar patologías de la Administración, siempre y cuando pueda decirse que nos hallamos ante una actuación de la Administración. Y eso sólo podrá afirmarse desde la determinación ex ante de situaciones de legalidad.[61]
Por lo tanto, si éste es el esquema básico en el que se desenvuelve la actividad ordinaria de la Administración, la vinculación exigida en los artículos 432 y 433 CP debe interpretarse en función del mismo, como exponente de tipificación de otra de las parcelas susceptibles de agresión del marco administrativo en funcionamiento. No existe un fundamento tangible sobre el que asentar ni la equivalencia entre ocasionalidad y la razón de las funciones –criterio que va más allá de lo permitido ya en términos generales, en cuanto se equipara al deseo de abarcar cualquier relación entre el funcionario y los caudales o entre los caudales y la función–, ni entre competencia específica formal y razón de la función. La expresión típica, es cierto, determina una relación recíproca con la tenencia a cargo, que revela a aquélla como fundamento de ésta.[62] Y desde esa afirmación, aún general, puede convenirse en que dicho fundamento, en cuanto que es expresado mediante el término razón, la circunscribe a la competencia del funcionario. Pero la competencia de éste puede manar de fuentes variadas que se ajusten al sistema de funcionamiento de la Administración. Éste es, a mi juicio, el criterio rector del que extraer el significado, alcance y límites de la tenencia a cargo del objeto material por razón de las funciones, si no quiere incurrirse, por una parte, en un exceso de subjetivización del tipo en razón exclusivamente del sujeto activo o, en otro sentido, en vacuidades conceptuales que no explican la competencia más allá de la propia definición que ofrecen.[63] Con toda probabilidad, su instrumentalización acogerá segmentos de las tesis más extremas, y en él podrán acomodarse situaciones englobadas en la ocasionalidad y, por supuesto, de competencia ex lege. Así es como deben interpretarse, a mi juicio, las corrientes que enlazan la razón de las funciones con el término competencia funcional,[64] que de no dotarse de contenido quedan igualmente como expresión tautológica. Determinante será también el análisis de la articulación de las disciplinas jurídicas que de un modo u otro inciden sobre la fuente legitimante del poder del funcionario sobre el objeto. Principalmente allí donde el derecho administrativo autoriza la eficacia-validez jurídica de la actuación no deberían existir problemas en reconocer la competencia derivada de ella. Pueden describirse las siguientes situaciones:
1. Se incluyen aquí la legitimación a través de la ley y el reglamento siempre que no devengan nulos de pleno derecho. En cuanto a la ley, se hace ciertamente difícil imaginar situaciones en que la atribución de competencia efectuada a través suyo devenga inconstitucional, aunque en tal caso, si la declaración fuese de inconstitucionalidad, no podría afirmarse que la tenencia del objeto por el funcionario público o autoridad se fundamenta en el ejercicio de la función. Más sencillo es que suceda a través de la declaración de nulidad del reglamento, supuesto en que la nulidad significará un rechazo total del ordenamiento de todas las consecuencias jurídicas que lleva implícitas. La consideración de tales efectos como algo ajeno a la actuación de la Administración pública excluye la presencia del elemento típico, si la tenencia a cargo dependía del concepto reglamentariamente consignado.
2. No otra cosa puede decirse respecto del acto administrativo, aunque su desarrollo dogmático y extensión en el uso configuran una estructura compleja que obliga a la discriminación. La competencia derivada de un acto administrativo ajustándose a derecho realiza, desde luego, el elemento típico que se analiza; y lo hace tanto si el acto legítimo en origen y contenido se expresa positiva como negativamente. Es decir, presupuesta la inexistencia de norma que habilite la competencia del sujeto (y, por lo tanto, también de norma que la prohíba), la asunción de funciones por el sujeto activo con el consentimiento del superior permite considerar ajustado a derecho el presupuesto de actuación del funcionario público. Igualmente, la orden del superior no plantea especiales problemas para su disección. Si la resolución del superior cumple las formalidades legales y materialmente se ajusta a derecho, se sitúa en el tópico de actuación de la Administración pública, cuyo incumplimiento es, coherentemente, merecedor de sanción penal. Sería absurdo conminar bajo amenaza penal al funcionario a obedecer las órdenes o resoluciones del superior bajo las condiciones típicas expuestas y negar la validez penal de la competencia asumida en relación con caudales o efectos públicos en tales circunstancias. Si, por el contrario, la orden es manifiesta, clara y terminantemente opuesta a un precepto de ley o a cualquier otra disposición general, el funcionario tiene la opción de desobedecer el mandato sin penetrar en la tipicidad del delito de desobediencia. La dificultad radicaría entonces en la obediencia de órdenes manifiesta, clara y terminantemente opuestas a un precepto de ley o a cualquier otra disposición general. Aquí, el derecho penal únicamente puede aportar –y no es poco– sus estructuras dogmáticas al servicio de la interpretación de los tipos penales. En los casos en que la función ha sido atribuida con infracción absoluta de las garantías formales de las que debe revestirse el acto o, incluso, con vulneración de los presupuestos materiales, el silencio del sujeto activo no puede convertirse en principio general de imputación sin riesgo de subjetivización del tipo. En tal caso, la creencia errónea del sujeto activo de estar realizando el tipo penal le convertiría directamente en autor del mismo, otorgando validez universal al error de tipo al revés en detrimento de otros tipos penales más apropiados que absorberían el desvalor de la conducta en dicha creencia. Así pues, la orden del superior manifiestamente antijurídica obedecida por el subordinado no origina el elemento típico si de dicha orden puede inferirse nulidad absoluta del hecho. Si la competencia a través de acto administrativo únicamente vulnera principios formales de actuación o es irregularmente adquirida, no decae la existencia de la razón de las funciones.[65] En estos supuestos, la actuación de la Administración pública continúa desplegando efectos frente a terceros.
3. Distinta es, en cambio, la cuestión cuando se alude a la praxis administrativa, tradicionalmente asumida como fuente válida de reconocimiento de la competencia en el agente.[66] Al respecto no debe olvidarse que la costumbre únicamente se ajusta al ordenamiento cuando es extra legem y no cuando existe cobertura legal o, en general, normativa previa, esto es, secundum legem.[67] Por eso, la simple aceptación por el sujeto activo de una competencia atribuida secundum legem con infracción esencial de lo dispuesto en la normativa superior no determinará el nacimiento del nexo típico,[68] sin que frente a ello pueda aducirse la doctrina voluntarista decimonónica de que la aceptación por el agente de esta situación le impide posteriormente ampararse en la ausencia de atribución específica.[69] La inaplicación de los tipos de malversación en este caso no debe sorprender si se tiene en cuenta que la conducta del funcionario no queda en ningún caso en la atipicidad. Antes al contrario, los tipos de apropiación indebida simple y agravada concurren inmediatamente a la absorción del hecho y, en este último caso, de forma más virulenta incluso que a través del peculado.
4. El contrato tampoco presenta problemas de verificación del vínculo, si se tiene en cuenta que el concepto de funcionario público a efectos penales no se corresponde con el más estrecho del derecho administrativo, por lo que la atribución de funciones respecto a caudales o efectos públicos puede provenir del contrato por el que el sujeto activo queda incorporado a la Administración a efectos penales. En este sentido regirán las mismas reglas de inaplicabilidad que para el acto administrativo, con las salvedades propias del contrato y de la relación que se establece con el sujeto activo a través suyo. En este sentido, no podrán comprenderse en el contrato situaciones de incompatibilidad o de ausencia de requisitos legales para la asunción de la función, como, por ejemplo, cuando la prestación de la función estuviere interdictada en virtud de una inhabilitación vigente.
5. Por último, la recepción del caudal público por funcionario incompetente para ello queda según lo anteriormente establecido fuera del ámbito de la malversación. En realidad, esta situación en nada difiere de la de inexistencia de habilitación específica contra lo dispuesto en una disposición de carácter general. En estos casos el funcionario recibe el caudal no por razón de su función sino en consideración al cargo que desempeña, tanto si el depositante desconoce la incompetencia como, con mayor motivo, si conociéndola realiza su intención de entrega. De modo que si la competencia radica en otro sujeto y el depositario carece de poder jurídico delimitado para la asunción de la función, el vicio es absoluto y el tipo decae.
Desde la perspectiva apuntada no parece que las soluciones adoptadas en instancia y por el Tribunal Supremo en sus respectivas resoluciones sean del todo correctas. El Alto Tribunal, en sus fundamentos, formula una ley general de subsunción en los elementos típicos puesta a cargo y razón de sus funciones, ratificando así otros pronunciamientos anteriores sobre el particular. La resolución formula, pues, la interpretación del elemento típico con carácter general. Y es cierto. Sin embargo, una atenta e integradora lectura de lo sucedido en instancia y de las reflexiones del Tribunal Supremo parece indicar la existencia de motivos de justicia material, es decir, de justicia en el caso concreto, en la decisión adoptada y en los fundamentos empleados para lograr llegar a ella. Por su parte, el Tribunal Supremo, para evitar la lesión de principio acusatorio, cuya confirmación por el Tribunal Constitucional anularía claramente la resolución, adopta el camino de la interpretación, siempre más discutible y asentado sobre bases más inestables, garantizando al tiempo la sanción penal para una conducta ciertamente grave y la menor oportunidad del Tribunal Constitucional para la constatación de una lesión del principio de legalidad. Pero en ambas instancias jurisdiccionales la argumentación se vuelve en su contra.
La afirmación del TS de que el cargo desempeñado legitima la presencia del elemento típico estudiado, independientemente de que no se encontrase dicha competencia entre sus funciones, desborda el ámbito de la interpretación, extrayendo conclusiones del precepto más allá de su sentido literal posible, pues no se trata de un desarrollo continuador del derecho ni de integración de lagunas.[70] En efecto, la existencia de tipos alternativos que expresan específicamente el contenido de injusto del hecho enjuiciado así como su abrogación, al sostener con carácter general y no en relación al caso particular la extensión del tipo a todos los grupos de casos abarcados por el delito más específico, sólo puede interpretarse como un exceso del tenor literal posible y, con ello, una vulneración del principio de legalidad penal. Se soslaya así un problema de principio acusatorio, cuya vulneración sobre la base de una justicia material más adecuada fue contundentemente rebatida por el Tribunal Constitucional, en una ponencia de Francisco Tomás y Valiente de singular brillantez.[71]
En realidad, la única calificación posible se circunscribe a la defraudación de funcionario público contenida en el artículo 436 CP 1995 (art. 400 CP/1973), respecto de la cual tampoco existió calificación jurídica. Este precepto sanciona la conducta de quien, en procesos de contratación o liquidación de haberes, se concertare con los interesados o usare de cualquier artificio para defraudar al ente público. Se trata de un delito que se consuma con la mera puesta en común de intereses, es decir, no precisa del resultado defraudatorio para su perfección,[72] como por lo demás avala la sanción prevista y la imposibilidad de apreciar circunstancias agravantes paralelas a las del delito de estafa,[73] incapaz por lo tanto de aprehender el global desvalor del hecho. En el caso de autos, de acuerdo con lo establecido más arriba, tan sólo puede apreciarse una técnica defraudatoria, pero no un resultado típico defraudatorio (aunque sí un resultado expropiatorio): el artículo 436 CP se refiere a la comisión de cualquier delito de estafa abusando del cargo, tal como hacía el artículo 408 CP/1973. Las conductas quedarían sometidas a un concurso de leyes en el que el delito de estafa agravado por el abuso de cargo estaría en mejor situación para aprehender el global desvalor. Pero sucede que, como ya se ha visto, no hay petitum por este delito respecto al que reina una evidente heterogeneidad procesal y, como veremos inmediatamente, de haberlo habido, tampoco hubiera podido aplicarse, pues en la fecha de comisión de los hechos en el CP/1973 únicamente existía previsión típica del delito clásico de estafa y no la modalidad de estafa informática, por lo que la previsión del artículo 408 CP/1973, al remitirse al delito general de estafa del artículo 528, restaba inidóneo para abarcar la técnica y el resultado defraudatorio, lo que imposibilita su aplicación.
Tampoco la calificación por apropiación indebida o, en su caso, apropiación indebida agravada es aquí posible, pues precisamente lo exagerado de la cuestión radica en la ausencia del requisito mismo de la tenencia a cargo, ya que en ningún momento queda acreditado que entre las funciones, aun esporádicas, de quien manipula el terminal se encuentre la administración de los fondos y ni tan siquiera el manejo de dicho terminal. De ahí que ni en términos indirectos es posible la inferencia de un título que obligue a su devolución, o la constatación de un error en el disponente (por ejemplo, de cualquier superior jerárquico que por error confíe la administración de los caudales al encartado) que permita trasladar a la apropiación indebida agravada por la condición de funcionario el supuesto aquí examinado.
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| Parte III |
La sentencia de la Audiencia Provincial, para no exceder el tenor literal posible de los delitos de malversación excede los límites del principio acusatorio aplicando un tipo penal, la estafa, evidentemente heterogéneo en relación con el delito objeto de acusación. Pero, a mayor abundamiento, lo hace en aplicación de un precepto, el delito de estafa del artículo 528 CP/1973, inidóneo para la subsunción de este tipo de conductas,[74] pues la configuración tradicional del delito de estafa suscitaba, con anterioridad a la entrada en vigor del nuevo Código Penal, un interesante debate sobre la aptitud del precepto para la asunción de conductas en las que el interlocutor del sujeto activo era una máquina.[75] Básicamente, el estado de la cuestión puede resumirse del modo siguiente.
Por una parte, un sector doctrinal entendía el error como elemento independiente del delito de estafa, cuya misión principal era la de delimitar el ámbito del engaño típicamente relevante y en función del cual debían medirse los parámetros de imputación objetiva del resultado, por lo cual rechazaba la aplicación del antiguo artículo 528 CP/1973 a los casos en que el interlocutor del sujeto activo era una máquina. Se entendía que la máquina no puede ser engañada. A lo sumo, los comandos que se introducen para conseguir un resultado beneficioso para el actor serán exactamente aquellos que la máquina es capaz de entender y procesar.[76] En Alemania, igualmente, la discusión sobre el alcance del artículo 263 StGB, que regula la estafa tradicional, en relación con las manipulaciones informáticas encerraba problemas jurídicos de diversa índole. Por un lado, problemas fácticos sobre el modo y lugar de realización de la manipulación, que en todo caso reclamarían una solución específica en función de los respectivos casos concretos.[77] Por otro lado, el alcance del precepto planteaba cuestiones dogmáticas relativas a los elementos típicos, por lo general limitadas al ámbito del engaño (Täuschung) y el error de la víctima (Irrtum des Opfers).[78] Es decir, es imposible inducir a error al ordenador, pues, paradójicamente, se le induce a actuar correctamente conforme a los parámetros introducidos en el sistema. Precisamente, la STS de 19 de abril de 1991 negó la calificación por delito de estafa en un supuesto en el que se realizaron anotaciones contables en el ordenador que provocaron la transferencia de una suma de dinero determinada de cuentas corrientes de clientes del banco. La calificación final del hecho discurrió a través del tipo de apropiación indebida por la relación de administración que unía al sujeto activo con las cuentas corrientes, pero no debería haber habido calificación por estafa ni apropiación indebida si la alteración contable hubiere sido realizada por un extraneus a las labores de administración.[79]
Otra parte importante de la doctrina entendía y aún hoy entiende que el engaño típico no debe conllevar necesariamente un tipo de relación intersubjetiva con un tercero, lo que se suma a la configuración del error como elemento dependiente del engaño típico. Desde esta perspectiva, sería posible la afirmación de un error en la máquina a pesar de que la misma hubiera cumplido, precisamente, con las instrucciones en ella introducidas.[80]
En todo caso, de lo que no cabe duda desde cualquiera de las dos opciones doctrinales es de la posibilidad de subsumir el hecho en el delito de estafa cuando, a pesar de la existencia de manipulaciones informáticas, el destinatario del engaño y quien sufre el error es un ser humano, es decir, si en algún momento de la cadena de exigencias típicas se produce una suerte de comunicación intersubjetiva, aunque diferida, entre el sujeto activo y un tercero en el que se produce el error. Desde este punto de vista, se entiende que la nueva estafa informática únicamente servirá a efectos de interpretación auténtica de los supuestos que, en todo caso, ya obtenían acomodo en el tipo clásico del delito de estafa, subsanándose así los problemas de seguridad jurídica que pudieran hallarse en la labor de calificación.[81] Debe entenderse que el delito de estafa, antes y después de la reforma, se mantiene en los cauces de lo que ha dado en llamarse interpretación clásica de sus elementos típicos. Desde este punto de vista, el nuevo delito de estafa informática no sólo aclara problemas de seguridad jurídica. Más aún, subsana una laguna de punibilidad[82] y lo hace en márgenes más o menos amplios.
En primer lugar, el nuevo precepto sirve a la punición de conductas en las que no existe un apoderamiento real o físico de la cantidad, sino la mera alteración contable del elemento patrimonial. Puede ser, en efecto, que el sujeto activo nunca tenga en su poder la cantidad económicamente evaluable, pero ahora bastará con la existencia de la transferencia no consentida para afirmar el traslado patrimonial. Por otra parte, la referencia a manipulación informática o artificio semejante abre el precepto a los adelantos técnicos de los que sectores de desarrollo vertiginoso como el informático son un buen exponente.[83] La extensión del modo comisivo, sin embargo, no debe inducir a error, pues su amplitud quedará íntimamente vinculada a la capacidad del medio para la obtención de una transferencia de activos no consentida.[84]
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| Parte IV |
Una vez asumida la calificación por malversación, el Tribunal afronta la calificación de los partícipes optando por el mantenimiento de la unidad del título de imputación.[85] El argumento utilizado para ello es en realidad un argumento de autoridad, en el sentido de que se extiende la calificación por delito de malversación al partícipe porque con otra solución se rompería la unidad indestructible del tipo al tratarse del mismo hecho. Se prefiere la unidad de título, en definitiva, para no romper la unidad del título. Debe subrayarse, sin embargo, la referencia a la identidad de hecho que sirve de fundamento a la decisión, referencia corriente, por lo demás, en la doctrina cuando fundamenta la unidad de título en los delitos de malversación.[86] Se entiende, así, que la participación lo es en un hecho único, por lo que debe extenderse al partícipe idéntica calificación que al autor. La tesis es discutible, como siempre, desde una perspectiva metodológica o, si se quiere, de lenguaje. Si con el término hecho se pretende una perspectiva global más amplia que la que ofrece el término tipo –circunscrito entonces al conjunto de elementos que arrojan el sentido último de la prohibición–, evidentemente se participa del mismo hecho: la obtención de un objeto –dinero– ajeno; pero éste está aún por desvalorar jurídicamente. A lo sumo, el nivel mínimo de comprensión inherente al hecho se encuentra en el dato de la ajeneidad, que expresa ya un primer plano (des)valorativo: las facultades sobre un objeto no son sino atribuciones jurídicas. Pero, en todo caso, el hecho desnudo de más consideraciones se resume en el dato de la obtención de un objeto ajeno. A partir de aquí surgen multiplicidad de circunstancias que ayudarán a la composición de un hecho completamente singular; la valoración que se efectúe del mismo dependerá de nuevas asignaciones jurídicas: el objeto es público; el sujeto, funcionario. Entre ellos media una relación fundamentada en una asignación competencial previa a través de los medios lícitos de expresión jurídico-administrativa. En todos esos factores, el partícipe es ajeno porque, en definitiva, el hecho reducido a su mínima expresión, desde el momento en que comienza a tomar nuevas referencias para una mayor concreción jurídica, acaba por convertirse en un hecho típico, con la (des)valoración propia que contiene el tipo penal como primera línea en la que el legislador efectúa una criba de las conductas merecedoras de represión penal y necesitadas de una pena asociada a la conducta y resultado derivado de ella. El partícipe extraneus sólo puede llegar en su contribución hasta aquellas parcelas que le son prohibidas a él.[87] Por lo tanto, si hecho se identifica con un significado puramente naturalístico –o, a lo sumo, que incorpore aquellos elementos de valoración de tal modo inherentes que quedan ya identificados con el propio significado ontológico–, la extensión al partícipe de la calificación podrá efectuarse a través de otra línea argumental, pero no de ésta.[88]
En el caso que se examina, sin embargo, el Tribunal Supremo legitima con mayor firmeza la extensión de la calificación al concurrir en varios partícipes la condición de funcionario público, lo que a primera vista facilitaría la comunicabilidad al partícipe de la circunstancia que fundamenta el injusto. Ciertamente no le falta razón al Tribunal en esa visión; es decir, en el fondo, si se trata de una cuestión de coherencia, no se le puede negar dicha virtud. Por un lado, porque el significado de puesta a cargo por razón de las funciones –especialmente del segundo inciso– se identifica en la resolución con la pura condición funcionarial. No de otro modo puede entenderse la explicación ofrecida en el Fundamento Jurídico Primero, según la cual "tuvo a su disposición esos caudales públicos de modo directo o indirecto, pero siempre abusando de sus conocimientos como funcionario del Instituto defraudado". Es el abuso de la condición de funcionario lo que permite fundamentar la presencia de la relación normativa con el objeto material. Y, en segundo lugar, ésta es precisamente la consecuencia inmediata de una larga tradición[89] en la que los deberes de lealtad y probidad, honradez, fidelidad inherente al cargo y otros tantos adjetivos sirven para la fundamentación del injusto en cualquier delito de funcionario, expresando así la deuda contraída por el funcionario por su pertenencia a un ente. De modo que, en esta tesitura, la extensión a otros funcionarios de la calificación por malversación sólo puede entenderse como un ejemplo de coherencia. Sin embargo, no es la condición de funcionario público la que impide la fundamentación de la accesoriedad positiva. Desde la óptica de la teoría de la comunicabilidad de las circunstancias, la ruptura del título de imputación se fundamenta en las relaciones personales del autor con el ofendido, que en este caso se identifican con la puesta a cargo por razón de las funciones, pues en todo caso las formas de expresión administrativas que sirven de fundamento a la relación con el objeto terminan asumiendo un rol específico en relación con cada funcionario público. Son aquellos dos elementos los que fundamentan en mayor medida el núcleo de injusto contenido en los tipos de malversación, pues el resto son convenientemente matizados por el legislador cuando quiere alcanzar situaciones administrativas o funcionariales impropias o, simplemente, inexistentes (artículo 435 CP). No cabe, en consecuencia, negar el carácter subjetivo correspondiente a este tipo de situaciones, aun cuando la capacidad sobre el objeto material venga atribuida de modo objetivo en la forma administrativa correspondiente. A raíz de ello, trasladar al funcionario partícipe en quien no concurre el fundamento de la relación con el objeto material el desvalor que ello aporta en quien sí concurre, supone asimismo una extensión de las específicas vinculaciones del funcionario garante de la gestión eficaz de los caudales a quien en ningún caso puede tenerlas. Tanto porque no concurren las circunstancias que legitimarían su capacidad de intervención sobre el objeto y, por lo tanto, de vulneración accesoria de un bien jurídico extramuros de su capacidad de actuación, como porque dicha extensión implicaría una ruptura del principio de coherencia que debe regir el ordenamiento jurídico en su conjunto, pues al no concurrir en el funcionario extraneus la legitimación necesaria para la intervención sobre el objeto y extender vía accesoriedad positiva el mismo título de imputación que mantiene el intraneus, se estaría afirmando en sede penal lo que se niega con carácter general en el ámbito que le es propio al derecho administrativo: que la Administración –y sus agentes– únicamente pueden actuar allí donde existe una norma legal previa que la habilita para ello. Dicho con otras palabras: la Administración –y sus agentes– únicamente pueden hacer aquello que les esté específicamente permitido.
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| Parte V |
La sentencia objeto de comentario, por último, mantiene inaplicados los tipos de falsedad en documento oficial del CP/1973, debido a que "la manipulación falsaria de ordenadores u otros instrumentos semejantes no estaba tipificada en el Código de 1973 en sus artículos 302 y siguientes, ya que tales instrumentos no tenían la consideración de documentos". Con independencia de que no es el ordenador quien debe soportar la cualidad de documento, lo cierto es que con esta reflexión el Tribunal rompe con la concepción laxa de documento abierta con la Sentencia de 19 de abril de 1991.[90] En el caso de autos, el Tribunal no explica las razones por las que el ordenador –en adelante, el soporte informático– no puede alcanzar la consideración de documentos, pues a dicha conclusión, como se verá más adelante, puede llegarse por varios caminos.
La proyección del carácter documental –a efectos jurídico-penales– sobre cualquier género de declaración plasmada de alguna manera en un soporte que permita su comprensión ha dependido tradicionalmente del contraste con las funciones básicas del documento: perpetuación, garantía y probatoria. No cabe efectuar en este contexto reflexiones generales sobre las antedichas funciones, sobradamente conocidas y extraordinariamente desarrolladas por otros autores.[91] Sobre lo ya dicho, sí cabe extraer conclusiones en relación con el denominado documento electrónico y su capacidad para constituirse, incluso –y por lo que a este trabajo interesa–, especialmente, según la vigencia del CP/1973, en objeto material idóneo de los delitos de falsedad. Precisamente, el principal obstáculo para la consideración del documento electrónico como documento a efectos penales radica en la presunta relajación de las funciones que aquél está llamado a desempeñar en el tráfico jurídico. Por ello considero conveniente comenzar el análisis, en primer término, desde una perspectiva de máximos, con la cual la declaración contenida en la Resolución de 30 de octubre de 1998 sobre la falta de consideración de documentos de los informáticos queda en entredicho, al menos si se observa la capacidad de determinados documentos electrónicos revestidos de ciertas características para exceder ampliamente los niveles mínimos de exigibilidad de las funciones de perpetuación y garantía, antes y después de la entrada en vigor del CP 1995.
A ello ha contribuido decididamente la implantación y desarrollo de sistemas de cifrado y firma electrónica de documentos en los procesos de introducción y transmisión de datos electrónicos. La encriptación, generalmente ligada a la confrontación bélica, donde el siempre eficaz factor sorpresa exige confidencialidad, se ha ido haciendo extensiva a múltiples sectores, especialmente comerciales, como método de salvaguarda de información calificada como secreta, y especialmente en su comunicación.[92] En general, los sistemas de codificación tradicionales han mantenido a lo largo de la historia un problema de difícil solución, cual es el de la reversibilidad del sistema: conocida la clave que origina el cifrado, es sencillo conocer el contenido de la información sin que emisor y destinatario[93] –que no obstante recibe el mensaje– conozcan su interceptación y el descubrimiento de su contenido. Ligado a ello se encuentra la vulnerabilidad de la información, puesto que, averiguado el mecanismo en el que se basa el cifrado, nada impediría modificar su contenido, haciéndolo pasar por el original, de tal manera que la función de perpetuación de nuevo se desvanecería en este ámbito o, al menos, no estaría presente con la misma intensidad con que aparece en el mundo del papel. En el ámbito informático, la eclosión de las redes de comunicación suscitó la necesidad de emplear sistemas de cifrado para proteger la confidencialidad de las comunicaciones, planteándose originariamente idénticos problemas a los adelantados con anterioridad, dado que inicialmente la utilización de criptografía en las redes se limitó a sistemas simétricos de cifrado, que reclaman el conocimiento del fundamento del cifrado tanto en emisor como en receptor.[94]
Frente a ello, el punto de inflexión de la criptografía se sitúa en el descubrimiento de sistemas de cifrado de llave pública o asimétricos, en los que no es necesario que emisor y receptor conozcan la misma clave de cifrado, ya que se emplean llaves distintas en los procesos de codificación y descodificación de la información. Se trata de sistemas de cifrado integrados en software, tendentes a la protección de la confidencialidad e integridad de los datos –y con esto último, la función de perpetuación cuando la información constituye una declaración de voluntad, lato sensu emitida por un ser humano– que viajan a través de la red o que, en todo caso, son introducidos en terminales informáticas para uso individual o en grupo (conexión de red o trabajo en grupo). De este modo, mediante la aplicación de algoritmos (funciones) a los datos que pretenden fijarse o transmitirse puede alcanzarse un doble objetivo. En primer lugar, los sistemas de encriptación permiten que la información, pese a que pueda ser interceptada en la red local o en tránsito si viajan fuera de ella o, simplemente, visualizada, no pueda ser interpretada por terceros si no se posee la llave para descifrar el contenido.[95] La obtención de la llave, ciertamente, puede alcanzarse a través de múltiples mecanismos, el más sencillo de los cuales es la sustracción. Pero su averiguación a través de un ataque debe poder ser imposible de descifrar, como veremos más adelante. Pero, en segundo lugar, si la información no ha podido ser desencriptada y en el intento se ha modificado la combinación de signos en que se esconde el mensaje, el receptor –o el propio usuario si los datos no viajan–, pese a ser el único que se halle en posesión de la llave para descifrarlo, no podrá hacerlo, lo que revelará la alteración del contenido y, con ello, el ataque a la integridad de la información.[96]
La consecución de este doble objetivo y la aplicación del algoritmo correspondiente para el cifrado y descifrado del mensaje requiere, como paso previo, la generación de un par de llaves, una pública y una privada, de envergadura suficiente como para que no sea posible computacionalmente descifrar el mensaje partiendo de la misma función o algoritmo. Las órdenes que se incorporan a un software mediante el lenguaje de programación que determine emplearse son combinaciones binarias de los números 0 y 1. Cada uno de los números ocupa un bit, de modo que cuanto mayor sea la secuencia de números 1 y 0 que compongan las llaves, más difícil será conseguir averiguar ésta. Dicho de otro modo, cuanto mayor sea el número de bits de que se componga la llave, más difícil será averiguar ésta mediante un ataque de fuerza bruta.[97] La pareja de llaves se obtendrá aplicando cualquier función aleatoria (movimientos del ratón, velocidad de escritura, etc.) junto con una frase que puede (debe) contener combinaciones de letras y números, que automáticamente rellenará la secuencia de bits.[98]
En los sistemas asimétricos de cifrado es fundamental, pues, el conocimiento universal de una de las llaves, precisamente denominada por ello pública, dado que en la función de encriptación es uno de los elementos de la ecuación. Del mismo modo, emisor y receptor deben operar con una función de cifrado y verificación idéntica, pues de lo contrario el conocimiento de la llave pública del receptor y la posesión por éste de su propia llave privada será inútil. Piénsese en el siguiente ejemplo elemental, que aclarará lo dicho:

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 | A y B pretenden mantener una comunicación de carácter privado, por lo que deciden recurrir a un sistema de cifrado rudimentario. Para ello, deciden que por cada letra que aparezca en el mensaje el sistema de cifrado le añadirá dos símbolos. Además, los símbolos serán los equivalentes numéricos del abecedario, esto es: si aparece la a, los símbolos serán 1 y 2; si aparece la b, los símbolos serán 2 y 3. Pues bien, A y B, usuarios, tendrán que utilizar la misma función genérica de cifrado y verificación, que será la que interprete que por cada letra deben ir dos símbolos. Las claves, en cambio, permitirán saber que los símbolos concretos son los equivalentes numéricos del abecedario, tal como se ha expuesto, de modo que incluso un eventual atacante del mensaje deberá conocer la función de cifrado y verificación que emplea la comunicación interceptada y, sobre ella, emplear un ataque de fuerza bruta, es decir, intentar averiguar cuáles son los símbolos concretos que acompañan cada letra, sabiendo siempre que al lado de cada una de ellas hay dos símbolos. Por este motivo se afirma que la potencia del sistema de cifrado es proporcional a la de la longitud de las claves empleadas, según los términos más arriba expuestos. La bondad del algoritmo empleado, por el contrario, redunda en la irreversibilidad del proceso. |
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El mismo grado de eficacia en relación con la función de perpetuación puede alcanzarse mediante el empleo de sistemas avanzados de firma electrónica. Por sí misma, esta tecnología no garantiza la confidencialidad del mensaje, puesto que no lo cifra, pero sí su integridad y el dato, fundamental, de que la información fue introducida o enviada desde un usuario concreto. Si el mensaje es interceptado o alterado en el proceso de interpretación en los casos de trabajo en redes internas, su contenido quedará expuesto al conocimiento de terceros, pero, al igual que sucede con el empleo de técnicas de encriptación, su modificación hará imposible la verificación de la firma del remitente, poniendo con ello de manifiesto la manipulación sufrida.
Esta última utilidad se consigue incorporando al sistema de firma electrónica un algoritmo conocido como función de hash. Básicamente, este algoritmo se define por su irreversibilidad, no computacional, es decir, no en términos de proporción medios empleados / tiempo invertido, sino en términos matemáticos. La función de hash consiste en aplicar un algoritmo a la información que pretende enviarse, obteniéndose así lo que se denomina un resumen o huella digital del mensaje. El algoritmo de hash posee una ventaja intrínseca y debe poseer, adicionalmente, una más. La ventaja intrínseca, que lo diferencia de otros algoritmos, es que se trata de una función unidireccional: es imposible, a partir del resumen hallado, volver al mensaje original, porque la función de regreso no existe en términos matemáticos.[99] Pero, además, debe cumplir en términos computacionales que sea imposible –lógicamente en el desarrollo contextual de la técnica– encontrar un mensaje alternativo al original sobre el cual se cumpla igualmente la función de hash aplicada.[100] Sólo después de aplicada la función de hash se produce el firmado del mensaje, empleando para ello la llave privada del emisor.[101]
Evidentemente, una combinación simultánea de cifrado y firma sobre el mismo mensaje garantiza los tres objetivos básicos a los que me he estado refiriendo: privacidad, integridad e identidad del transmitente,[102] con las salvedades que veremos más adelante en relación con este último extremo.
En términos generales, por lo demás, es indiferente el tipo de soporte en que se encuentre el documento. La capacidad del cifrado asimétrico para garantizar la integridad de la información permite apuntalar la función de perpetuación del documento, pues independientemente del soporte en que éste se halle podrá ser objeto de contraste con el documento original. Es decir, el carácter altamente manipulable de los datos en función del tipo de soporte en que se hallan quedaría enervado mediante sistemas de protección como la encriptación o el proceso de firma electrónica, a los que me he referido. Téngase en cuenta que el proceso de cifrado, en cuanto garantiza la integridad del documento, convierte a éste en un elemento dual, donde su autenticidad estará sometida al contraste de las dos partes que lo componen: documento original y documento resultante tras la aplicación algorítmica.
En segundo lugar, la función de garantía que el documento debe cumplir queda supeditada a si el documento contiene una declaración de voluntad que permita identificar al autor. Precisamente la cuestión se plantea al carecer el documento de algún sistema de verificación de la autoría que permita presumirla en tanto la misma no sea puesta en entredicho. Sin duda, el sistema más adecuado para ello consiste en firmar electrónicamente el documento con cada intervención del operario, de modo que el sistema únicamente permita su intervención y que cada vez que ésta se efectúa pueda presumirse la autoría del documento o de las diversas etapas en su composición. La firma electrónica permite, en efecto, certificar la identidad del emisor del mensaje, aunque esta última cuestión, sin embargo, necesita ulteriores matices. Ciertamente, el empleo de la firma electrónica en el envío de información garantiza que el mensaje fue enviado o procesado por el titular de la llave pública de esa firma. Pero aún es necesario un elemento más de seguridad para alcanzar la certeza de que, además, quien lo envía es realmente quien dice ser, pues capturada la llave privada del emisor no es difícil entonces suplantar su identidad. De ahí que el Real decreto ley 14/1999, de 17 de septiembre,[103] sobre firma electrónica, regule los requisitos para la constitución de entidades públicas y privadas de certificación, cuya principal virtualidad radica en su capacidad para garantizar, cumpliendo las exigencias establecidas en el Decreto, que la firma electrónica empleada no sólo se corresponde única y exclusivamente con los datos formales del titular de su llave pública,[104] sino que, además, en condiciones ordinarias de tráfico, quien está detrás de esos datos es realmente su titular. Téngase en cuenta que el empleo de criptografía y firma digital permite reducir sensiblemente los riesgos en entornos no seguros, puesto que pueden llegar a garantizarse la integridad y confidencialidad de la información y la identidad del usuario de origen (no rechazo de origen o no repudio). Pero con ello no se agotan los riesgos ni se eliminan por completo. El empleo de mecanismos de cifrado y firma del documento nada aporta a la seguridad del canal, o a la seguridad física de los datos que se contienen en el entorno de red o en el disco local –incluida la contraseña que autoriza la llave privada de un sistema de cifrado. Únicamente minimiza, incluso elimina, el riesgo de alteración de las comunicaciones si el sistema de encriptación o firma es lo suficientemente robusto como para que no sea posible descifrar la clave mediante ataques de fuerza bruta o diccionario. Pero continúa siendo posible, mediante otras técnicas, acceder a las llaves privadas generadas y a los datos del firmante original y suplantar su identidad. De ahí que criptografía y firma electrónica constituyan sólo uno de los ámbitos de seguridad –tal vez de los más extendidos dado que no existen dificultades en su aplicación a nivel de usuario– que deben ser atendidos en los procesos de comunicación, procesamiento y envío de datos. Es igualmente necesario mantener los niveles de seguridad en los ámbitos de red y de sistemas –independientemente de que tales sistemas se hallen o no conectados en red. Pero, igualmente, es necesario reducir aún más los riesgos de interceptación mediante el empleo de sistemas de certificación que permitan el intercambio de llaves para la posterior comunicación entre los sistemas sin necesidad de que éstas salgan del terminal del usuario, siendo éste uno de los motivos a los que responde la normativa aludida.[105]
El excurso anterior sobre el empleo de sistemas de cifrado y firma del documento electrónico pone de manifiesto un dato paradójico. Ambas técnicas desbordan con mucho los niveles de fiabilidad del documento tradicional en papel, puesto que su falsificación requiere el empleo de medios altamente insidiosos. Con todo, el sistema nunca es del todo seguro, en cuanto queda a merced del mayor o menor grado de aseguramiento sobre la llave privada del emisor o el encargado del almacenaje de datos,[106] lo cual debe servir, en primer lugar, para relativizar las dudas que en términos generales planean sobre el cumplimiento de las funciones del documento cuando éste es de carácter informático, sin que se proyecten sobre él mecanismos de encriptación. En segundo lugar, independientemente de que la entrada en vigor del Real decreto ley 14/1999, de 17 de septiembre, es con mucho posterior a la del CP 1995, los sistemas criptográficos asimétricos eran igualmente empleados en tiempos del CP/1973. Obviamente se trata de mecanismos de escasa fiabilidad en el actual estado de la técnica, pero invulnerables en la época de referencia. Con ello se pone de manifiesto la incongruencia de considerar los documentos informáticos, en general y sin ulteriores matices, como objetos materiales extraños a la tipicidad de las falsedades documentales del viejo código, por el hecho de no descansar en un soporte clásico de papel.
En relación con el supuesto analizado por la sentencia objeto de comentario, es cierto que no concurren en él las características propias de documentos electrónicos firmados electrónicamente o cifrados en su integridad mediante alguno de los sistemas asimétricos existentes. Pero del mismo modo que la posibilidad de su concurrencia, en general, desaprueba la tajante afirmación del Tribunal, su ausencia no debe conducir a una conclusión precipitada excluyendo al documento informático sin otros adornos de la consideración de documento a efectos penales. En el caso de autos, lo que debía determinarse, pues, es si los datos introducidos en el terminal manipulado y almacenados bien en el disco duro de dicha máquina, bien en el disco duro de la máquina central o del servidor en que se almacenasen integran un documento en sentido jurídico-penal y, en caso afirmativo, si las alteraciones introducidas son o no constitutivas de alguna modalidad falsaria en el CP/1973 o, en su caso, de 1995 si es que éste resulta más favorable. Existe convergencia doctrinal en la exigencia de que dicho documento garantice las tres funciones básicas que se asignan a éste y de las que precisamente depende su tutela penal: funciones de perpetuación, garantía y probatoria. Cuestión distinta es el alcance que a cada una de ellas se le otorga y la valoración que se efectúa de cada una de las cuestiones que deben analizarse para saber si se cumplen tales funciones.
La eficacia probatoria del documento en general, y del documento electrónico como species, debe contemplarse desde una triple perspectiva que abarque su aptitud material, formal y procesal.[107] En sentido material, se trata de que el documento sea jurídicamente relevante en algún sentido, en función de su propio contenido y del rol que por ello está llamado a desempeñar; es decir, que la declaración en él contenida aporte algún dato de interés en el tráfico jurídico. De ello no cabe duda en el caso de autos. La introducción de los datos personales de los receptores de prestaciones públicas, así como las claves necesarias para que el cobro lo fuera por más de un concepto –o más de una pensión– sirve, como mínimo, para permitir la continuidad en el proceso de reconocimiento y liquidación de pensiones públicas. Lógicamente, el reconocimiento de la capacidad probatoria material presupone que el documento sea formalmente apto para dicha función, cualidad que inmediatamente remite a la existencia de una declaración o plasmación de pensamiento inteligible. No se prejuzga ahora, en esta sede, la imputación personal de la declaración a un sujeto concreto ni si dicha exigencia es necesaria, dado que se trata de una cuestión que debe contrastarse en el seno de la función de garantía;[108] aquí debe dilucidarse hasta qué punto la inteligibilidad del documento debe identificarse con su plasmación en escritura, pero, sobre todo, en papel. Se abren de este modo las conexiones con la función probatoria en sentido procesal. Retomando la problemática inherente al CP/1973, el recurso a las disposiciones del Código Civil y la Ley de Enjuiciamiento Civil trae causa de la ausencia de un concepto jurídico penal de documento del que extraer los requisitos mínimos estructurales y en el cual subsumir posteriormente el caso particular. En aquellas disposiciones se contienen los requisitos para la consideración documental de determinados efectos en punto a su capacidad probatoria como tal, es decir, como prueba documental en el proceso. Y en la limitación de aquellos preceptos al proceso –especialmente al civil– se fundamentaban gran parte de las insuficiencias cuando se trasladaban al ámbito penal. Por una parte, si la capacidad probatoria en términos procesales se equipara a la consideración de prueba documental, la doctrina civilista y la propia jurisprudencia se encuentran divididas entre quienes reservan el carácter estrictamente documental a la declaración escrita en papel,[109] quienes reclaman la paridad de trato para la traducción del código máquina –relación binaria de ceros y unos a la que se reduce en definitiva todo documento electrónico basado en tecnología de chip– a una declaración legible aun plasmada en un soporte electrónico y quienes, en determinadas circunstancias, lo consideran irrelevante.[110] Desde otra perspectiva, la función probatoria quedaría fundamentada con la capacidad del documento electrónico para probar en un proceso, independientemente del instituto general al que se refiera (reconocimiento judicial o documento). En el supuesto que se comenta, los datos introducidos son, por sí mismos, datos con eficacia probatoria, tal como se vio líneas atrás. La ausencia de soporte clásico de papel no impide esa eficacia probatoria –problema desterrado del concepto de documento con la redacción del artículo 26 CP 1995[111]–, básicamente porque se encuentra presente un texto escrito, independientemente del soporte en que se halle.[112] El modo en que sea apreciable procesalmente el efecto probatorio no debe condicionar, en estos casos, el carácter de documento a efectos penales.
Nada se nos dice en el relato de hechos probados de la resolución recurrida sobre la autonomía de la máquina empleada para garantizar la autoría del documento, ni sobre las competencias funcionariales para la introducción de datos ni, en definitiva, de la necesidad organizativa de que ello fuere así. Cada una de las cuestiones apuntadas interfiere en el concepto de documento en cuanto contrasta la vigencia de la función de garantía e, incluso, en la modalidad falsaria que podría ser objeto de imputación, en su caso, al funcionario público. Ya se advirtió anteriormente de la menor regularidad del documento electrónico para dar cuenta de la autoría. No quiere decirse que en general los documentos electrónicos no sean idóneos para la fijación del autor de la declaración. Por el contrario, existen mecanismos ordinarios e informáticos que, sin alcanzar los niveles de garantía y fiabilidad derivados de la firma electrónica, permiten reconocer en primer término al declarante cuando ello es necesario en el proceso de almacenaje o transmisión de datos.[113] Es decir, el autor ha de poder ser identificado en el proceso de introducción de datos, pero nada se nos dice sobre quién puede ser autor en el proceso de producción.[114]
El contraste con la función de perpetuación, con la perdurabilidad del documento, plantea asimismo el problema en el caso de autos de determinar el tipo de soporte en que los datos fueron introducidos, especialmente si se tiene en cuenta que, con toda probabilidad, los mismos se utilizarán como base para la elaboración de otros, de modo que es posible incluso que se sobrescriban los datos originalmente introducidos. La hipotética conducta falsaria se circunscribe, claro está, al momento del almacenado de los datos, lo que cuestionaría la aptitud del sistema para considerar documento a las anotaciones específicas introducidas por el funcionario. Puede suceder que el sistema adopte mecanismos de fijación duradera de los datos, cuya variedad y eficacia no puede cuestionarse,[115] pero su ausencia conecta inmediatamente con la idoneidad para acreditar la autoría. Si no se trata de un proceso irreversible sino abierto, sometido a la corrección permanente por el cuerpo de funcionarios de la realidad declarada, el documento no sólo no será perdurable: faltará ya la propia posibilidad concreta de identificación del autor. Si, por el contrario, el sistema se estratifica en compartimentos estanco en que cada paso introducido por un concreto funcionario público permite la prosecución de la cadena, no existen razones que avalen la carencia de perdurabilidad del mismo y su inclusión en el concepto de documento, sea en el CP/1973, sea en el nuevo Código Penal.
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[Fecha de publicación: noviembre de 2002]
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