Artículo
Instituciones y desarrollo en América Latina ¿Un rol para la ética?
Joan Prats i Català

Director del Instituto Internacional de Gobernabilidad de Cataluña
Director de los Estudios de Derecho y Ciencias Políticas de la UOC



Resumen: Este trabajo explora las relaciones entre política, instituciones y desarrollo y se interroga sobre el posible rol de la ética. Para ello parte de una teoría ética fundada en los filósofos morales escoceses que entendieron la ética como producto a la vez de la razón y de los sentimientos. Avanzar éticamente implica avanzar en conocimiento y en sensibilidad. El artículo narra el proceso que ha llevado al descubrimiento del papel clave que las instituciones tienen en la producción del desarrollo. Asimismo, expone la lógica del cambio institucional y subraya que la mediación necesaria entre el cambio institucional y el desarrollo es la política. A partir de aquí se constata, sin embargo, que la política existente es incapaz de producir el cambio institucional necesario para el desarrollo. Por ello, es preciso reivindicar pero también reinventar la política. En esta reinvención resulta necesaria la ética. El artículo termina dando algunas claves para la transformación de la política.
"La verdadera alegría de la vida es poder servir a un propósito que tú mismo reconoces como poderoso... ser una fuerza de la naturaleza en vez de un pequeño, febril y egoísta guiñapo de aflicciones y rencores quejándose de que el mundo no se dedica bastante a hacerte feliz."
Bernard Shaw


1. Si tras el discurso ético hay tanto cinismo, ¿por qué seguir hablando de ética?

¿Es la ética realmente relevante para el desarrollo? ¿Puede producirse el desarrollo humano y sostenible a partir de comportamientos orientados a la riqueza y el poder y no a la virtud? ¿Pueden dirigentes virtuosos producir desarrollo firme y duradero en contextos institucionales desincentivadores de la eficiencia, la equidad y la virtud? ¿Si se dispone de las instituciones adecuadas podrá producirse el desarrollo sin necesidad de comportamientos éticos?

América Latina vive una profunda crisis intelectual y moral. Apenas se atisban proyectos de sociedad distintos a las propuestas de los organismos internacionales -y especialmente los bancos de desarrollo-, convertidos quizás sin pretenderlo en los intelectuales orgánicos de la región. Y, lo que es peor, las anomalías a esta regla asemejan esperpentos construidos con remedos de la peor tradición populista. La crisis moral es profunda también: las democratizaciones falentes, la globalización y las nuevas tecnologías en la mayoría de los países de la región se han correspondido con la pérdida de confianza en las instituciones políticas, bajísimos niveles de confianza interpersonal y en muchos países serias crisis de gobernabilidad. La década perdida reinterpretada desde la agenda neoliberal no alumbró sino la ilusión de un desarrollo reencontrado en la primera mitad de los noventa, cuyo final nos ha despertado a una realidad sobradamente conocida en la que cada vez menos personas pueden creer en proyectos colectivos. El horizonte se llena de rebeliones en busca de causa, de oportunidades en las redes ilegales globalizadas, de huidas hacia la emigración y, por debajo de todo, de mucho dolor humano principalmente concentrado en las mujeres, los niños y los grupos étnicos. Nuestras sociedades, siempre profundamente desiguales, faltas de proyecto nacional creíble, corren hoy un riesgo de fraccionamiento quizás mayor que nunca.

Paralelamente, en el mundo desarrollado, en los países beneficiarios principales de la transición a la sociedad informacional y global, parece estarse inoculando también una crisis moral que está provocando una contestación intelectual del modelo de globalización dominante. Ni la razón ni la sensibilidad nos permiten aislarnos de la suerte de 1.200 millones de personas que viven con menos de un dólar diario, ni de la de los aproximadamente 2.000 millones de personas que han deteriorado sus condiciones de vida durante los últimos diez años. No se trata de movimientos antiglobalización (durante los últimos años también han mejorado sus condiciones de vida 2.800 millones de personas gracias, entre otras cosas, a la capacidad de sus gobiernos para irse insertando positivamente en los mercados globales), sino de movimientos por otra globalización capaz de afrontar los grandes desafíos planetarios de la pobreza, la desigualdad, el cambio climático, el terrorismo, la criminalidad, la vigencia de derechos mínimos de humanidad, las inmigraciones forzadas, las nuevas epidemias o la estabilidad del sistema financiero.

Hoy por doquier los hábitos y las creencias están cambiando más deprisa que las ideologías y las instituciones. El futuro ya no es lo que era, cierto, porque los ideales de progreso -los bienes públicos- característicos de nuestro tiempo no son los que caracterizaron el bienestar socialdemócrata ni el liberal en las sociedades industriales. En la sociedad informacional y global el progreso consiste principalmente en el aseguramiento de los bienes públicos globales, es decir, de la paz, la seguridad, el desarrollo, la sostenibilidad y la vigencia de los derechos humanos. El mundo se ha hecho tan interdependiente que resulta cruel y suicida desentenderse de la suerte de los pueblos más desesperados. El mayor riesgo que se cierne sobre el mundo es que la apatía moral, la alogia y la anestesia acaben deteriorando nuestra capacidad de juzgar, especialmente en los privilegiados. El peor horizonte es el del crecimiento de individuos informados pero indiferentes, inteligentes pero crueles. Los movimientos por otra globalización intentan en un mundo aturdido por el consumo evitar la apatía y que se adormezcan los sentidos. Quizás sea ésta la misión más importante de los programas éticos en nuestro tiempo.

Pero el discurso ético levanta muchas suspicacias en la comunidad del desarrollo, y no sin razón. Si la ética es realmente relevante para el desarrollo debería poder explicitarse cuál es su aportación específica adicionada a la de las otras disciplinas reconocidas en el tema. Para ello resulta necesario aclarar lo que se entiende por ética, ya que como decía Bacon la verdad brota más fácilmente del error que de la confusión.
2. La ética como exigencia de supervivencia humana

Aunque personalmente me cuesta imaginar un mundo sin religión, no me parece intelectualmente apropiado fundamentar religiosamente nuestras valoraciones y normas éticas. Además de inadecuado es altamente peligroso: si queremos evitar los riesgos de los fundamentalismos hemos de situar religión y ética en planos diferentes. La historia de la liberación humana comienza con el laicismo y la separación consiguiente entre religión, por un lado, y ética y derecho, por otro. La ética es una exigencia de la supervivencia y el desarrollo de la especie humana, una dimensión clave de nuestra cultura, que interesa e involucra a creyentes y no creyentes de todo tipo y que guarda cabal sentido tanto cuando se tiene como cuando se debilita o se pierde la fe. El fundamento de la ética no se encuentra en la relación de los seres humanos con Dios sino con el prójimo. Somos inconcebibles sin vivir en sociedad y la vida social es imposible sin valoraciones y normas éticas.

Por lo demás, en nuestro tiempo, no tenemos ninguna constancia empírica de que las actitudes religiosas más fervientes se correspondan con las actitudes éticamente más meritorias. Aun imaginando un mundo en el que se hubiera erradicado la religión, la ética seguiría siendo una exigencia de la supervivencia y el desarrollo de la especie humana. Cuántas veces se ha querido desconocer este dato elemental y se ha pretendido, en todos los gulags de la historia, sustituir la ética por la ciencia, se han sacrificado la libertad y el progreso humano. ¿Dónde se encuentra entonces el fundamento de la ética? ¿Cómo surgen y evolucionan nuestras normas y valoraciones éticas?

Para desarrollar estas cuestiones me instalaré en los nada sospechosos filósofos morales escoceses Hume y Smith, en los que muchos seguimos encontrando uno de los mejores fundamentos de las modernas ciencias sociales. Hume combatió la corriente del racionalismo constructivista ilustrado que consideraba que la sociedad puede ser objeto de pleno conocimiento y de gobierno perfecto desde la ciencia. Habiendo vivido la devastación producida por los conflictos religiosos de su tiempo saludó positivamente la llegada de la Ilustración, pero se desmarcó claramente de los philosophes y de su idea de una razón rígida e inmutable, casi trasunto de la divina, que acabó justificando la pervivencia de las estructuras del Antiguo Régimen a través de la centralización, tal como observara Tocqueville, sin contar con la coartada intelectual que facilitó a los socialismos "científicos" de todos los tiempos.

Frente a esa razón deificada, Hume nos propone quedarnos con la "creencia", es decir, en un cierto sentido del mundo producido a partir de la reflexión sobre nuestras percepciones imperfectas de la realidad. Esta reflexión que hace brotar la creencia se debe a la imaginación y puede ser siempre socavada por la razón. Nuestras creencias no proceden de la razón, sino de la imaginación. Al reflexionar imaginativamente y construir un sentido para nuestro mundo no sólo expresamos nuestras percepciones racionalizadas sino que las ordenamos valorativamente. Mediante la constante aplicación crítica de la razón a nuestras creencias fundamos el espíritu de tolerancia y evitamos todo dogmatismo. Una asociación política fundada en un sistema de creencias tiene la doble cualidad de superar el dogmatismo y de reconocer el papel de las valoraciones éticas en la reflexión o imaginación que funda las creencias.[1]

En 1759, estimulado por Hume, Adam Smith desde su cátedra de filosofía moral publicaba la Teoría de los sentimientos morales. Para Smith las valoraciones y normas éticas se fundan en la experiencia de la interacción humana y surgen como un derivado intelectual y sensible de la simpatía, la empatía y la compasión humanas.


"Por más egoísta que quiera suponerse al hombre, evidentemente hay algunos elementos en su naturaleza que lo hacen interesarse en la suerte de los otros de tal modo que la felicidad de éstos le es necesaria aunque de ello nada obtenga, a no ser el placer de presenciarla. De esta naturaleza es la lástima o compasión, emoción que experimentamos ante la miseria ajena, ya sea cuando la vemos o cuando se nos obliga a imaginarla de modo particularmente vivido... Como no tenemos la experiencia inmediata de lo que otros hombres sienten, solamente nos es posible hacernos cargo del modo en que están afectados, concibiendo lo que nosotros sentiríamos en una situación semejante... Por medio de la imaginación nos ponemos en la situación del otro, concebimos estar en su cuerpo y, en cierta medida, nos convertimos en una misma persona, de ahí nos formamos una idea de sus sensaciones, incluso sentimos algo que, si bien en menor grado, no es del todo desemejante a ellas..."[2]
La aceptación, el aplauso, el rechazo o la aversión de determinados comportamientos se fundan en nuestra razón -a través del juicio de conveniencia- y en nuestros sentidos o sensibilidad -nos duele o nos alegra o eleva. Por eso la sanción ética conlleva siempre la doble carga intelectual y emotiva. La razón es importante porque no experimentamos simpatía ni compasión por los sentimientos ajenos sin más, sino por la relación entre éstos y su motivación y circunstancia. No nos alegramos sino compadecemos con la dicha de algunos locos. No experimentamos el mismo sentimiento ante el dolor ajeno cuando lo consideramos merecido y cuando no.[3] Sin razón no hay valoración propiamente ética. Pero la sola razón no basta. El fundamento de la ética está en la disposición humana a sentir al prójimo como a nosotros mismos, la cual puede ser cultivada como virtud o anestesiada o corrompida. Los casos extremos de perversión ética proceden de los comportamientos psicópatas incapaces de sufrir y de gozar con los otros, comportamientos que son debidos a alteraciones psicológicas individuales pero que también vienen fomentados por estructuras sociales profundamente desiguales que inhiben la empatía o por identidades fundamentalistas que atribuyen valores diferentes a la vida humana según el grupo de pertenencia.

Pero existen formas menos extremas y más comunes de corrupción moral. Para Smith "la disposición a admirar, y casi a adorar, al rico y al poderoso y a despreciar o al menos menospreciar a las personas pobres y de medios limitados, aun cuando sean necesarias para establecer y para mantener la distinción de jerarquías y el orden social, es a su vez la causa más grande y universal de la corrupción de nuestros sentimientos morales".[4] Adam Smith ha sido interesadamente malinterpretado en sus ideas sobre la riqueza, los empresarios y la mano invisible. A su juicio es moralmente reprochable toda riqueza obtenida violando "las reglas de juego limpias". La mano invisible sólo promueve "a veces" el interés común cuando se busca el propio interés "por un camino justo y bien dirigido". Por último, defender la libre empresa es diferente de defender a los empresarios, pues éstos, en ausencia de instituciones garantizadoras del "camino justo y bien dirigido" (principalmente la libre competencia), tenderán a realizar su propio interés a costa del interés común.[5] De ahí que para Adam Smith el fundamento de la sociedad no se encuentre ni en la mano invisible, ni en los empresarios ni en la riqueza, sino en la justicia, el derecho y la ética.


"...cuando prevalece la injusticia la sociedad necesariamente se destruye. La beneficencia es un ornamento que embellece, no el fundamento que soporta el edificio, y por ello sólo basta con recomendar que se adopten conductas benéficas, pero no hay que imponerlas. Por el contrario, la justicia es el principal pilar del edificio. Si se la quitara, todo el inmenso tejido de la sociedad se rompería y quedaría sólo en átomos. A efectos de cumplir con la justicia, la naturaleza ha puesto en el corazón humano un sentimiento de abandono, de temor al castigo merecido, como la mayor garantía que tienen las sociedades, como protección de sus miembros más débiles, para frenar la violencia y para castigar al culpable..."[6]


La justicia se fundamenta en normas generales universalmente aceptadas y establecidas por la concurrencia de los sentimientos de todos los hombres. Dichas normas están en última instancia fundadas en la experiencia de lo que, en casos particulares, aprueban o reprueban nuestras facultades morales o nuestro sentido del mérito y de la conveniencia. Originariamente no aprobamos o condenamos los actos en particular porque al examinarlos resulten estar de acuerdo o no con alguna regla general. Por el contrario, la regla general se forma a través de la experiencia mediante el juicio moral socialmente compartido que realizamos sobre lo aceptable o reprobable de determinado tipo de actos o comportamientos.

El juicio moral posee una doble naturaleza, intelectual y sensible. La inducción de reglas generales es una operación imposible sin la razón. Si nuestros juicios morales dependieran sólo de nuestras emociones y sentimientos inmediatos, tan influenciables por nuestros estados de salud, humor o circunstancias, la vida social se resentiría, sin duda. El juicio ajeno sobre nuestros propios comportamientos debe responder a reglas ciertas y esta certidumbre sólo puede ser asegurada por la razón. Pero de ahí no se deduce que la norma moral proceda exclusivamente de la razón, pues las experiencias primarias de lo bueno y de lo malo a partir de las cuales la razón elabora las reglas generales no proceden de ésta sino de un inmediato sentido y emoción sobre los comportamientos observados. Por ello la corrupción moral implica a la vez alogia, apatía y anestesia.

Esta doble naturaleza explica también tanto la necesidad como la radical insuficiencia de los enfoques puramente intelectuales o puramente sensibles para el mejoramiento ético de nuestros comportamientos. El fracaso de los tecnócratas tiene su raíz en la sinrazón que representa reducir el progreso o desarrollo humano exclusivamente a su dimensión unilateral de racionalidad instrumental. Sin indignación moral ante hechos irrefutablemente indignos falta la pasión necesaria para remover el statu quo viciado generador de la apatía moral, la alogia y la anestesia que están dejando maltrecha nuestra capacidad de juzgar. Necesitamos la indignación bien informada de todos los Bernardos Kliksberg del mundo, necesitamos de actitudes proféticas religiosas o laicas para conjurar la amenaza de un mundo tecnificado dominado por unas elites globales y unas clases medias en los países centrales insensibles al dolor ajeno, a la desigualdad y la injusticia, a la discriminación racial, de género o religiosa, o a la suerte de las generaciones futuras. Hay que sacudir moralmente a esas elites y clases medias centrales ensimismadas en los yoes más egotistas, autoerigidas en eje del bien, perseguidoras histéricas de una seguridad total imposible y sólo para ellas... con una propensión a la vez a la alogia, la anestesia y la apatía moral.

Lo verdaderamente relevante en términos de desarrollo no es de todos modos el juicio o la valoración moral -cuya ausencia es en cualquier caso grave-, sino la práctica individual y social de principios, estándares y normas más elevados éticamente. En todas las sociedades se produce una tensión entre el nivel normativo y el nivel práctico de nuestros juicios éticos. Nunca nos acabamos de comportar socialmente del modo que consideramos que deberíamos comportarnos todos en beneficio tanto propio como del común. Esta tensión puede resultar extraordinariamente creativa en un contexto de pluralismo valorativo y de sociedades abiertas a la experimentación y el aprendizaje.

Pero el "hagan lo que yo digo y no lo que yo hago" puede alcanzar extremos socialmente patológicos enervadores del desarrollo. Así tiende a suceder en sociedades como las nuestras tan fuertemente impregnadas por la "informalidad". Entre nosotros las reglas generales formales acerca de los comportamientos correctos e incorrectos tienen que coexistir con las reglas igualmente generales e informales institucionalizadas en lo que llamamos clientelismo, prebendalismo, patrimonialismo, mercantilismo... Esto explica el doble juicio moral, normativo y práctico, con el que corrientemente nos manejamos tal como por lo demás expresan las encuestas y estudios sobre cultura cívica y política. Por ejemplo, valoramos negativamente el clientelismo y el prebendalismo, pero manifestamos comprensión y hasta permisividad respecto de su práctica. Esto se debe sin duda a que los consideramos instituciones informalmente tan arraigadas que no está en el horizonte su sustitución o superación, por lo que nuestra estrategia vital debe desarrollarse dentro de ellas.

Esta dualidad valorativa y práctica, es decir, entre lo que valoramos como más justo y conveniente y lo que valoramos y practicamos como necesidad de supervivencia o progreso personal, no nos hace inmorales per se. El clientelismo o el prebendalismo no son inmorales en sí. Ha habido sistemas institucionales basados en ellos y dotados de reglas generales que establecían los límites de lo socialmente considerado correcto. No dejemos de descalificar moralmente sus abusos aunque comprendamos y aceptemos provisionalmente su práctica. Cuando un funcionario cobra una arancel ilegal ante la insuficiencia radical de su salario no decimos que actúa fuera de ética si el cobro responde a una necesidad vital y a una regla general aunque sea informal. Podríamos dar ejemplos sin fin. En España durante el franquismo se formalizaron este tipo de prácticas mediante la creación de cajas especiales que servían para retribuir a determinadas categorías de funcionarios cuyo comportamiento se quería objetivo y previsible.

Lo que condenamos son los comportamientos arbitrarios que aplican ora sí ora no el arancel o que lo aplican en cuantías procedentes de relaciones de amistad, enemistad o indiferencia. Lo que rechazamos moral e intelectualmente es el comportamiento arbitrario del funcionario, ya que por experiencia hemos acrisolado el saber de que en la arbitrariedad de los comportamientos públicos radica la ineficiencia y la injusticia. Del mismo modo rechazamos la llamada "gran corrupción" identificada con el acaparamiento de riqueza por "caminos que no son justos ni bien dirigidos", por seguir utilizando la expresión de Adam Smith. Es importante que la denuncia y la crítica de la corrupción continúe y se avive, porque si desfallece todavía puede seguir avanzando lo que el propio Smith consideraba la mayor fuente de corrupción moral: "la disposición a admirar, y casi a adorar, al rico y al poderoso y a despreciar o al menos menospreciar a las personas pobres y de medios limitados".

No se trata en absoluto de que practiquemos la doble moral. En realidad practicamos sólo una moral informal que desgraciadamente no es la que es capaz de producir desarrollo. Lo que hacemos es sobrevivir (menos los verdaderos corruptos que fuera de toda regla general formal e informal acaparan riquezas injustamente y más allá de sus necesidades de supervivencia) en un medio institucional en el que sería suicida poner en práctica nuestros esquemas o ideales éticos valorativos. Pero es importante mantener a éstos bien conscientes y vivos esperando la oportunidad de convertirse en nuestros esquemas éticos practicados. Para ello necesitamos producir el cambio institucional. Es ahora cuando resulta relevante considerar la importancia de las instituciones para el desarrollo y el rol de la ética en el cambio de las mismas, es decir, en la producción de desarrollo.

3. Un aprendizaje doloroso: la relevancia de las Instituciones para el desarrollo

Este autor, tras acabar un discurso en Honduras sobre la importancia de las instituciones para el desarrollo que casi nadie quiso entender, recibió el siguiente comentario de un dirigente indígena: "Doctor, yo sí le entendí: si tomamos uno de aquí y lo comparamos con un japonés, el nuestro no es peor; pero si tomamos dos de aquí y los comparamos con dos japoneses, pues ya sabemos por qué cada país está donde está". Nuestro indígena había captado que lo que hace la diferencia en el desarrollo de los pueblos no es la capacidad de sus individuos sino su capacidad de acción colectiva. Si tomados uno a uno los latinos no somos menos que nadie, aunque vistos como colectividad se evidencian nuestras carencias. Sin embargo, el caudillismo, el corporativismo, el mercantilismo, el patrimonialismo, la clientelización, el prebendalismo o hasta el populismo político no tienen nada de congénitamente latinoamericano; son simplemente la expresión de profundas debilidades de nuestra organización y acción colectiva, es decir, de nuestra institucionalidad. Nuestra propensión a desconfiar de lo colectivo y a refugiarnos en la esfera familiar, clientelar o corporativa y a proyectarnos desde ella refleja la debilidad de nuestro capital social o institucionalidad informal. Todo ello tiene profundas consecuencias sobre el desarrollo, pero sólo recientemente hemos comenzado a comprender cómo y por qué.

Hasta bien entrados los ochenta prevaleció un entendimiento del desarrollo basado principalmente en el desarrollo de recursos: primero se enfatizaron los recursos naturales, luego los recursos o capital financiero unido a los infraestructurales o capital físico, después se añadió la ciencia y tecnología y el capital humano, en la confianza de que, sabiamente combinados todos ellos por el planeamiento y administrados (conforme a la gestión "científica") por expertos competentes, tendrían que resultar necesariamente en desarrollo. En los años ochenta se revalorizaron las políticas y la gestión pública ante la evidente crisis del planeamiento y la administración, pero siguió prevaleciendo una visión instrumental del desarrollo. Las "buenas" políticas del recetario Washington[7] nos permitirían superar definitivamente el modelo de industrialización hacia adentro, podar drásticamente los estados erigidos en fuente de todos los males y asistir a la floración de mercados cada vez más completos, eficientes y abiertos internacionalmente erigidos en fuente de todos los bienes y de los que con el tiempo manaría indefectiblemente la ciudadanía y la equidad. Seguía prevaleciendo la concepción tecnocrática e instrumental del desarrollo que presumía dos cosas a cual más falsa: (1) que poseemos conocimiento experto suficiente que los pueblos sólo tendrían que aplicar para entrar en la senda del crecimiento firme y sostenido, y (2) que podíamos prosperar individual y socialmente sin cambiar realmente ni las reglas articuladoras de nuestras interacciones ni los modelos mentales, actitudinales y valorativos que las subyacen, es decir, sin cambiar nuestra institucionalidad ni nuestras valoraciones y prácticas éticas.



Sumario del Consenso de Washington de 1989

Disciplina fiscal. Los déficit presupuestarios deben ser suficientemente pequeños para poder financiarse sin recurrir a la inflación.
Prioridades del gasto público. El gasto público debería redireccionarse desde las áreas políticamente sensibles —que reciben más recursos de lo que su retorno puede justificar, tales como administración, defensa, subsidios indiscriminados, y elefantes blancos— hacia campos desconsiderados y con gran retorno económico y potencial de mejora de la distribución de la renta, tales como salud y educación primaria e infraestructuras.
Reforma fiscal. La reforma fiscal exige ampliar la base fiscal y acortar las tasas impositivas marginales con la intención de mejorar los incentivos y la equidad horizontal sin disminuir la progresividad real. Mejorar la administración tributaria (incluida la tributación de los intereses de los activos situados en el extranjero) es un aspecto importante para ampliar la base tributaria en el contexto latinoamericano.
Liberalización financiera. Aunque el objetivo último es que el mercado determine la tasa de interés, como en condiciones de extrema y crónica falta de confianza, estas tasas pueden ser tan altas que produzcan la insolvencia de las empresas y los gobiernos; el objetivo intermedio sensato es la abolición de las tasas de interés preferencial para los prestatarios privilegiados y el logro de una tasa de interés real moderadamente positiva.
Tasas de cambio. Los países necesitan una tasa de cambio (al menos para las transacciones comerciales) fijada a un nivel suficientemente competitivo para inducir un crecimiento rápido de las exportaciones no tradicionales y gestionado de forma tal que se asegure a los exportadores que su competitividad se mantendrá en el tiempo.
Liberalización comercial. Las restricciones comerciales cuantitativas deberían ser rápidamente reemplazadas por tarifas arancelarias que se deberían ir reduciendo hasta situarse en torno al 10 por ciento (o al 20 como máximo).
Inversión extranjera directa. Deben abolirse las barreras a la entrada de las empresas extranjeras; debe permitirse que éstas compitan con las nacionales en iguales términos.
Privatización. Las empresas del Estado deben privatizarse.
Desregulación. Los gobiernos deben abolir las regulaciones que impiden la entrada de nuevas empresas o restringen la competencia, así como asegurar que las regulaciones existentes estén justificadas por criterios tales como la salud, la seguridad, la protección ambiental o la supervisión prudencial de las instituciones financieras.
Derechos de propiedad. El sistema legal debería proveer derechos de propiedad seguros y sin costes excesivos y debería hacer accesibles tales derechos al sector informal.

John Williamson. (1996, 3—5 de septiembre). Paper presentado en la "Development thinking and practice conference". Bid, Washington.




El Consenso de Washington ha sido criticado desde muchos puntos de vista: la crítica usual se ha centrado en sus contenidos o propuestas de reforma económica; esta crítica a menudo se ha confundido, además, con la constatación de que su aplicación práctica no ha producido los efectos económicos y sociales pretendidos. Pero la clave de la frustración creemos que se halla en otro registro. Tendrá que reconocerse que algunas de las políticas de reforma propuestas son sencillamente sensatas. La cuestión es ¿por qué se implementaron unas y otras no?, o ¿por qué se implementaron contraviniendo al diseño de política establecido? Si estas preguntas no se responden se corre el riesgo de que nuevos formuladores con otras políticas económicas se encuentren con los mismos problemas de implementación. No podemos seguir suponiendo que las políticas económicas son realizadas por un dictador benevolente, omnisciente y omnipotente como sucede cuando adoptamos una visión normativa de la política económica y achacamos sus problemas de implementación a la famosa "falta de capacidad técnica o de voluntad política".

Cuando reconocemos que toda propuesta de reforma —y las del Consenso Washington no eran ninguna excepción— es sólo el comienzo de un proceso que es político en todos sus estadios (legislación e implementación, incluida la opción por un tipo y otro de agencia administrativa y de su forma de operación), podemos aproximarnos más fecundamente a la realidad. Desde una perspectiva positiva, la política económica aparece como un juego dinámico, cuyas condiciones son inciertas y cambiantes y cuyas reglas son construidas al menos parcialmente por los participantes a medida que el juego avanza. Cada participante tratará de manipular la operación subsiguiente del juego para obtener el resultado que mejor se ajuste a sus intereses.[8] Si se adopta esta sencilla perspectiva las instituciones pasan a cobrar un rol determinante para el entendimiento de la formulación y aplicación de las políticas.

Los supuestos intelectuales del Consenso de Washington habían seguido fieles al racionalismo instrumental que acompañó la teoría y práctica del desarrollo desde sus inicios. Se trataba de empaquetar conforme a la mejor teoría económica prevalente en el momento un mix de políticas de pretendido valor universal implantables urbi et orbi por autoridades dotadas de la suficiente voluntad política, gracias a la represión si fuera necesario, y de la suficiente ciencia, gracias a los consultores internacionales "golondrinos" aportados por las agencias internacionales. Nuevamente la fe ciega en la ciencia unida a la idea de progreso a la occidental como valor universal y a la falta de conciencia de los propios límites intelectuales y de la acción colectiva iban a producir resultados calamitosos.

Algunos estudiosos han observado irónicamente que de haberse seguido el catecismo Washington ni Alemania ni los propios Estados Unidos hubieran podido industrializarse jamás. Lo más llamativo con todo es la fuerza y convicción con que tales políticas trataron de imponerse por las instituciones financieras internacionales sobre todo cuando se las contrasta con la tolerancia y permisividad con que vieron su perversión práctica en el proceso político especialmente latinoamericano. La ayuda al desarrollo recibió -no sin válidas razones- más críticas que nunca y disminuyó en conjunto dramáticamente, aunque se hizo más selectiva y centrada en los países más necesitados, como señalaron reiterados informes de la OCDE/CAD. La opinión pública de los países donantes registraba claros sentimientos contradictorios que exigían una replanteamiento radical de las políticas de ayuda. Ésta se hizo también mucho más condicionadora de los gobiernos y países beneficiarios. De nuevo se creyó que si los gobiernos no hacían lo que debían era por falta de voluntad política y que ésta podía ser suplida por la condicionalidad de las instituciones financieras internacionales.[9]

Ha sido un juego en el que probablemente nadie acabó de creer y que cada uno aprovechó para sus intereses estratégicos, pero que ha producido dramáticas consecuencias y cambios históricos en las relaciones de poder dentro de los países en desarrollo y entre éstos y los países centrales. A la vieja cuestión social, dramática desde siempre en América Latina, se añadió lo que Louis Emmerij (ponencia presentada en el seminario organizado por la CAF en Santa Cruz de la Sierra, Bolivia, en junio de 1999) ha llamado "la nueva cuestión social". Toda una región ha sido puesta en riesgo de fragmentación. Como casi siempre sucede, entre los más afectados se encuentran quienes siguieron más fervientemente la doctrina, es decir, quienes pensaron menos por su propia cuenta.[10]

Los mediocres resultados económicos obtenidos y los estropicios sociales causados por esta aproximación contrastan dramáticamente con los resultados más positivos de los países que creyeron que no existía solución preestablecida e iniciaron su propio camino de aprendizaje. En primer lugar, merecen destacarse los países del Sudeste Asiático, donde el factor institucional resulta sólidamente explicativo tanto de su desarrollo como de la crisis financiera vivida y de las salidas a la misma.[11] El caso que muestra mayor desviación de los supuestos del Consenso de Washington ha sido precisamente el más exitoso hasta hoy: la transición de China —aún en proceso— desde una economía estatista a una economía de mercado, bajo la conducción de un partido comunista que ha inscrito en la última reforma constitucional de abril de 1999 la economía de mercado y el estado de derecho para la economía como pilares y valores fundamentales orientadores del nuevo orden institucional.[12]

Ha sido así, a golpe de errores y aciertos (que en buena parte explican el mapa de los 2.800 millones que han mejorado y de los 2.000 millones de personas que han empeorado las condiciones de vida en los últimos años), como a lo largo de los noventa la comunidad del desarrollo ha descubierto el huevo de Colón de las instituciones, su relevancia política, económica y social, y hasta hay quienes hoy pretenden saber cómo rediseñarlas o cambiarlas. Ya no hay discurso ni documento que no contenga lo que peligra ser la "nueva panacea": "Put your institutions right" parecería ser el nuevo eslogan y hasta el fundamento de las nuevas "condicionalidades". Pero existe una gran confusión, pues en la práctica cada uno se refiere a cosas diferentes al hablar de instituciones, cuando sabe de lo que habla. Esto se debe en parte a que las ciencias sociales manejan diferentes conceptos de institución y a que el concepto en sí no es sencillo.

4. La brecha institucional de América Latina

En el lenguaje corriente las instituciones se confunden con aquellas organizaciones a las que atribuimos alguna función o relevancia social. Pero este concepto de institución sería perfectamente innecesario para la teoría del desarrollo. En realidad, las instituciones sólo tienen relevancia para el desarrollo cuando se las distingue nítidamente de las organizaciones. Las instituciones son las reglas del juego formales e informales que pautan la interacción entre los individuos y las organizaciones. Las instituciones no son cosas, su existencia es meramente abstracta, no tienen objetivos, aunque cumplen importantes funciones sociales. Son el marco de constricciones e incentivos en el que se produce la interacción social. Se corresponden con determinadas correlaciones o equilibrios de poder y viven y se apoyan en nuestros modelos mentales, valorativos y actitudinales. Por lo mismo, las instituciones no tienen nada de social o políticamente neutral. Son formales e informales: las formales se confunden con las reglas del juego legal o socialmente proclamadas; las informales, con las reglas efectivamente interiorizadas y vividas. En América Latina casi nada es lo que parece ser porque, en muchos ámbitos, prevalece claramente la informalidad institucional en contradicción a veces con la formal, a la que anula y substituye en los hechos. Por eso casi todo lo importante que en la región acontece toma siempre por sorpresa a los observadores precipitados. Nuestros actores individuales y organizados saben desde luego muy bien de qué va el juego y qué lenguaje hay que utilizar en cada ocasión; saben, en definitiva, qué corresponde hacer para sobrevivir y si es posible prosperar. Pretender cambiar la institucionalidad sin considerar la informalidad -que otros llaman ahora el capital social- no sólo es un despropósito teórico en nuestras latitudes sino sencillamente locura o cinismo. Tanto el sentido común como la evidencia empírica y los desarrollos teóricos más recientes abonan la relevancia de las instituciones para el desarrollo. El pueblo y los juristas clásicos captaron desde siempre la importancia de las instituciones: es obvio que según sea la calidad del juego, según sean más o menos los admitidos al mismo, según sea el financiamiento de sus costes, según se repartan los premios y castigos en función del mérito o del rendimiento, según se permita mayor o menor movilidad en las posiciones de los jugadores y de los equipos, es obvio que según sea todo esto se incentivarán o desincentivarán comportamientos individuales y colectivos más o menos productivos, innovadores, éticamente correctos, y desempeños sociales más o menos inclusivos, eficientes, equitativos y sostenibles. Los jurisconsultos romanos lo sabían muy bien, como lo sabía también nuestro indígena. Todos convendrían fácilmente en que la fortaleza de los pueblos depende de la calidad de sus instituciones y que la verdadera tarea de los ciudadanos como tales es la preservación y el mejoramiento permanente del orden institucional. El legado de Roma a la civilización occidental ha sido el Derecho entendido como sistema institucional formal, y de él han bebido hasta hoy todos los pueblos que han querido forjar un destino colectivo consistente y durable. Los hombres -decía Napoleón- no pueden fijar la historia. Sólo las instituciones pueden hacerlo. Hoy disponemos, además, de pruebas empíricas que abonan una correlación positiva entre desarrollo institucional y crecimiento económico. El Banco Mundial ha recogido diversos estudios que se han ocupado del tema mediante largas series comparativas de evolución del crecimiento entre un gran número de países. Tomando como indicadores de desarrollo institucional la garantía y asignación de los derechos de propiedad, la garantía de cumplimiento de los contratos, la existencia y fiabilidad de mecanismos de solución de disputas incluido el poder judicial, la vigencia efectiva del sistema de mérito y el grado de corrupción existente, se evidencia una correlación positiva entre estos indicadores y las mayores tasas de crecimiento de los países. Esta correlación positiva se sigue manteniendo cuando los indicadores de desarrollo institucional se aíslan de otros factores económicos tales como la inflación, el comercio, el tamaño del sector público, los términos de intercambio y su volatilidad. Existen estudios que muestran correlaciones también positivas entre desarrollo institucional y mantenimiento de la estabilidad macroeconómica y financiera, y entre desarrollo institucional y tendencia a la reducción de la pobreza. Más importante todavía, existen estudios que examinan los efectos de las reglas informales, principalmente de la confianza, sobre el desempeño económico y encuentran que la confianza (más que las instituciones formales) tiende a promover el crecimiento [Banco Mundial. (1998). Beyond the Washington Consensus: institutions matter. Pág. 15-17]. ¿Dónde se encuentra América Latina en términos de desarrollo institucional en relación con otras regiones y con su pasado reciente? El propio Banco Mundial indica que, considerando el índice compuesto de desarrollo institucional expuesto en el párrafo anterior, América Latina luce detrás de todas las regiones con la sola excepción del África subsahariana y a pesar de los avances registrados desde 1990. Lo mismo sucede al considerar aisladamente algunos indicadores como el riesgo de expropiación y de incumplimiento de los contratos. También es relevante que los indicadores de corrupción y de calidad del servicio civil no hayan experimentado avances significativos. Encuestas realizadas al sector privado a escala internacional muestran una percepción que sitúa a América Latina detrás de otros países en desarrollo, especialmente en lo que se refiere a la inseguridad de la propiedad y de las personas y a la confiabilidad del poder judicial. Desde luego las diferencias entre países y entre subregiones -que no procede exponer aquí- son muy marcadas. Pero ello no impide que pueda y deba hablarse de una "brecha institucional" en relación con otras regiones, a pesar de los progresos recientemente realizados. Mejorar la calidad de las instituciones parece, pues, un desafío inesquivable para las políticas de desarrollo en América Latina [Banco Mundial. (1998). Cit., pág. 18-24]. Desde el plano teórico la mejor fundamentación que nos consta de las relaciones entre instituciones y desarrollo sigue siendo la aportada por el neoinstitucionalismo histórico de Douglas C. North, que ha sido construido desde una teoría del comportamiento humano, combinada con una teoría de los costes de transacción y una teoría de la producción. Se parte de la consideración tradicional de las instituciones como una creación humana para resolver las incertidumbres que surgen en la interacción como consecuencia de la complejidad de los problemas a resolver y de las limitaciones de nuestras mentes para procesar la información existente. Pero se descubre que económicamente las instituciones son importantes en la medida en que determinan lo costoso que en una determinada sociedad resulta hacer transacciones. También porque afectan a los costes de transformación y determinan en gran medida la estructura productiva de un país. Finalmente, las instituciones determinan igualmente la cantidad, el tipo y la forma de los conocimientos y las habilidades efectivamente disponibles en una determinada sociedad [North. (1991). Institutions, institutional reform and economic performance].[13]

Para los países en desarrollo lo más grave, con todo, es que las "malas" instituciones tienden a bloquear el desarrollo al influir negativamente en la cantidad, el tipo y la forma del conocimiento y las habilidades socialmente disponibles. Como las instituciones delimitan las oportunidades de maximización de las organizaciones, también delimitan la dirección que tomará la adquisición de conocimientos y habilidades organizativas. Cualquiera entiende que los conocimientos y habilidades requeridos para maximizar la utilidad de las organizaciones en una economía de mercado moderna son bastante diferentes de los requeridos en un contexto institucional donde la maximización depende de sabotear a los competidores, donde el trabajo organizado incentiva la ralentización o el abandono laboral, donde los agricultores fían casi todo a su capacidad de presión para que el gobierno restrinja la producción o eleve los precios. Lo importante es percibir que el tipo de conocimiento disponible juega como dinamizador u obstaculizador del desarrollo. Dado que el cambio social necesario para el mismo es altamente dependiente de las representaciones mentales o modelos subjetivos de los actores, la incentivación de un sistema inadecuado de conocimientos tenderá a reforzar el statu quo institucional. Los actores serán más remisos a captar o aceptar los beneficios alcanzables con el cambio y, por el contrario, tenderán a dramatizar los costes del cambio o la no necesidad del mismo.

5. El desarrollo como cambio institucional y la necesaria revalorización de la política

Comprender todo lo anterior es imprescindible para producir desarrollo hoy. Pero quizás es todavía más importante comprender que la reforma institucional de un país no podrá hacerse por mera voluntad política, ni por cambio planificado ni por decreto. Lo que está implicado en el cambio institucional es nada menos que las reglas estructurantes de la acción colectiva, los modelos mentales, los valores, las actitudes y capacidades y los equilibrios de poder. Esto sólo puede resultar del proceso de aprendizaje social, el cual por lo general sólo puede darse incrementalmente. Las correlaciones de que depende el cambio institucional son excesivamente complejas como para permitir su planeamiento válido. Es esa complejidad lo que no sólo hace muy difícil la programación temporal de los cambios, sino que producirá también casi inevitablemente cambios no intencionados y efectos imprevistos. El cambio institucional no puede ser solamente fruto de la voluntad humana como sigue pretendiendo el racionalismo instrumental constructivista, aunque como veremos ésta -y con ella los sentimientos y valoraciones éticas- lleva a cabo un rol importante. Requiere condiciones que North ha expresado del modo siguiente:


"Las fuentes de donde procede la demanda de cambio institucional son complejas. Básicamente son los cambios en los precios relativos y los cambios en las preferencias. Producido un cambio significativo en alguno de estos factores, los actores sociales que se sienten amenazados trataran de imponer una lectura de los mismos compatible con el mantenimiento del statu quo, dramatizarán los costes y minimizarán los beneficios esperables del cambio institucional en cuestión. La demanda de cambio institucional se articulará si un número suficiente de actores sociales comparten la percepción no sólo de que pueden perder considerables beneficios potenciales, sino sobre todo de que van a ver seriamente deteriorados sus beneficios actuales de permanecer en el statu quo. Ello no obstante, el cambio no se producirá cuando los actores perciban la situación como de "equilibrio institucional", es decir, cuando, a la vista de la fuerza de cada actor social relevante y de los arreglos institucionales existentes, acaben concluyendo que nadie va a obtener ventajas claras de la inversión en el cambio institucional. Por el contrario, el cambio institucional ocurrirá cuando un cambio en los precios relativos o en las preferencias conduzca a una o a ambas partes de un intercambio a la percepción de que pueden capturar mayores beneficios cambiando los términos del contrato. Se intentará entonces renegociar el contrato; pero como el contrato está inserto en una jerarquía de reglas, la renegociación no será posible sin renegociar a la vez estas reglas (o violando alguna norma de comportamiento). En tal situación, la parte que espera mejorar su posición de negociación, para conseguirlo tendrá que invertir recursos en el cambio del marco institucional de sus contratos. En estos casos, el cambio en los precios o en las ideas acabará produciendo la erosión de las reglas o instituciones vigentes y su posterior sustitución por otras."


Las sociedades más exitosas en términos de desarrollo son las que han conseguido ir creando las condiciones del cambio institucional permanente. El éxito de las sociedades occidentales avanzadas parece radicar en haber creado un contexto institucional que ha hecho posible nuevos acuerdos y compromisos entre los actores sociales. Las instituciones políticas deben, pues, evolucionar para procurar ese marco facilitador del cambio incremental. Desde una perspectiva de gobernabilidad, consolidar la democracia no equivale, pues, a defender, por ejemplo, el statu quo de un mero turno electoral caudillista o partidocrático en el ejercicio de un poder en gran parte patrimonial, clientelar, mercantilista y arbitrario. Exige promover la evolución o cambio institucional hacia una sistema de representación y participación política que permita el máximo de intercambios entre el máximo de actores. Es por esta vía como la consolidación democrática se corresponde, además, con la eficiencia económica y la integración social.

El reconocimiento de la dimensión institucional del desarrollo conlleva la necesidad de redescubrir y revalorizar la política en las estrategias de desarrollo. North ya señaló que una de las conclusiones más interesantes del neoinstitucionalismo económico es que la política y la economía están inextricablemente relacionadas y que no podemos explicar el desempeño económico de una determinada sociedad sin considerar esta relación (North, cit., 1991, pág. 72). Desgraciadamente no existe todavía conciencia suficiente de la correlación entre la debilidad de las instituciones democráticas y la debilidad de las instituciones económicas en América Latina. El discurso democrático aún está demasiado alejado del discurso económico y social. Parece a veces como si no existiera vínculo estructural entre ambos, lo que se compadece mal con la necesidad de una aproximación integral al desarrollo. Afortunadamente se están dando avances importantes en la dirección que juzgamos correcta tal como muestra el texto siguiente:

"Según análisis econométricos que se presentan en este informe, más de la mitad de las diferencias en los niveles de ingreso entre los países desarrollados y los latinoamericanos se encuentran asociadas a las deficiencias en las instituciones de estos últimos. La falta de respeto por la ley, la corrupción y la ineficacia de los gobiernos para proveer los servicios públicos esenciales son problemas que en mayor o menor medida padecen los países latinoamericanos, incluso más que otras regiones del mundo en desarrollo... La asociación entre calidad de las instituciones y desarrollo económico, humano y social es especialmente estrecha, en parte porque las instituciones están influidas por el mismo proceso de desarrollo...

La pregunta que aún no se ha respondido en forma suficientemente satisfactoria es ¿cómo se cambian las instituciones? Desde un punto de vista analítico es necesario entender primero qué determina la calidad de las instituciones para poder abordar luego el problema de cómo cambiarlas. Las instituciones públicas son, por naturaleza, la expresión de fuerzas políticas a través de las cuales las sociedades intentan resolver sus problemas colectivos. Por consiguiente, la calidad de las instituciones debe estar influida, necesariamente, por reglas y prácticas del sistema político. No obstante, las relaciones entre la política y la calidad de las instituciones han sido objeto de muy pocos estudios, incluso entre los organismos internacionales, a pesar de las importantes implicaciones para sus actividades. En este informe hemos decidido incursionar, con cierto temor, en el difícil terreno de las ciencias políticas.

La calidad de las instituciones públicas constituye el puente que une el desarrollo con las reglas y prácticas del sistema político. El desarrollo depende en buena parte de las instituciones públicas, pero éstas a su vez se crean y transforman en el contexto generado por el sistema político. Por consiguiente, no es aventurado afirmar que el desarrollo económico, humano y social depende de la existencia de instituciones políticas que faciliten una representación efectiva y permitan el control público de políticos y gobernantes...

La mayor parte de las democracias latinoamericanas se encuentra actualmente en una coyuntura decisiva. El entusiasmo inicial que acompañó la ola de democratización que se propagó en América Latina hace más de una década ha comenzado a erosionarse y, en muchos casos, ha sido reemplazada por la insatisfacción y el cinismo. Además, existe un creciente consenso de que se requieren reformas institucionales de amplio alcance para estimular la eficiencia económica y la equidad social. Pero a diferencia de muchas de las reformas anteriores, que en su mayoría involucraron aspectos técnicos, estas reformas no pueden concebirse por fuera de la política. En pocas palabras, cualquier intento de poner en práctica las llamadas "reformas de segunda generación" estará destinado al fracaso si no tiene en cuenta la política. Así pues, la política y las instituciones políticas habrán de adquirir preeminente importancia en los años venideros."

                                                  (BID, Desarrollo Más Allá de la Política, 2000)

El reconocimiento del valor y hasta de la imprescindibilidad de la política para el desarrollo remite a la agencia humana, a nuestra libertad y responsabilidad por la historia y, consiguientemente, a la trascendencia de las valoraciones y preferencias morales desde las que, cuando se dan las condiciones, procedemos a la reforma institucional.

6. Si queremos desarrollo tenemos que reformar la política

Desde ciertas aproximaciones al análisis económico de la política los regímenes políticos pueden ser considerados como marcos institucionales para el intercambio político. La eficiencia de estos marcos institucionales (también llamados a veces mercados políticos) dependerá de la cantidad y calidad de los intercambios que permitan. Avanzar la democracia significa abrir el proceso de adopción de decisiones al máximo posible de individuos y grupos sociales. Cuanto peor distribuido se encuentre el poder de influir en las decisiones políticas, mayores serán las dificultades para percibir ponderadamente los beneficios y costes tanto de los cambios institucionales pretendidos como del mantenimiento del statu quo.

Algunos han llegado a proponer que el verdadero objetivo del análisis económico sea el descubrir los arreglos institucionales que subyacen a todo sistema de producción e intercambio para concebir otros alternativos y viables que mejoren el desempeño económico colectivo, nada de lo cual puede hacerse sin introducir el análisis político.[14] En realidad, en toda sociedad se da un modo específico de relacionamiento entre la política y la economía que constituye el principal determinante del desempeño económico. En las sociedades actuales la parte del PIB gestionada por los gobiernos y la ubicuidad y dinamismo de las regulaciones impuestas por éstos contienen las claves más determinantes del desempeño económico. "La teoría macroeconómica nunca resolverá los problemas que afronta a menos que reconozca que las decisiones adoptadas en el proceso político afectan críticamente al funcionamiento de la economía. Esto sólo puede hacerse mediante una modelización del proceso económico-político que incorpore las instituciones específicas afectadas y la consiguiente estructura del intercambio político y económico".[15]

El mensaje del neoinstitucionalismo económico es de buena nueva para la democracia liberal: en las condiciones actuales las instituciones necesarias para definir y garantizar los derechos individuales requeridos para el mayor y mejor desarrollo económico no sólo son compatibles sino que son las mismas necesarias para disponer de una democracia duradera.[16] El razonamiento es sencillo: dada una asignación eficiente de los derechos de propiedad (que no consolide, sino que impida capturas de renta en el proceso político—económico), las personas y las organizaciones para ser económicamente eficientes necesitan un gobierno seguro que respete los derechos individuales y que genere un entorno de respeto a la propiedad ganada y de cumplimiento de los contratos a través en última instancia de una justicia imparcial.

La economía no puede funcionar eficientemente sin un sistema legal que resulte, en primer lugar, cierto y confiable, lo que sólo puede conseguirse a través de la construcción de la institucionalidad inherente al estado de derecho. Es difícil hacer inversiones significativas en capital fijo y a largo plazo sin seguridad jurídica, a no ser que se trate de inversores que cuenten con la protección de los arbitrajes internacionales y del poder de represalia último de algún estado importante. Obviamente la seguridad jurídica será mayor cuanto de mayor legitimidad goce la ley, lo cual abona un sistema de representación política que garantice efectivamente la participación del conjunto de los grupos de interés en la elaboración de la legislación. La sumisión de los legisladores a un orden constitucional superior también dará garantías a los ahorradores e inversores frente al riesgo de diversos tipos de "expropiación" potencialmente realizables por mayorías legislativas coyunturales. En el mismo sentido, la sumisión del Ejecutivo a la Ley dará garantías frente al riesgo de que a través del poder reglamentario y de los actos administrativos puedan modificarse arbitrariamente las delimitaciones de derechos realizadas por los legisladores. La ordenación de la función pública conforme al servicio de mérito asegurará que los funcionarios a pesar de hallarse subordinados jerárquicamente a los cargos políticos se hallen principalmente subordinados a la Ley y que no puedan incumplirla flagrantemente pretextando orden jerárquica en contrario. En fin, la existencia de una jurisdicción capaz de revisar y de anular las decisiones reglamentarias y administrativas y de declarar la responsabilidad civil, penal y administrativa de las autoridades y funcionarios cerrará el sistema de garantías de los ciudadanos y de las empresas frente al riesgo de arbitrariedad, discrecionalidad infundada o ilegalidad de las autoridades ejecutivas. La existencia de tribunales civiles, penales y laborales independientes, imparciales, íntegros y competentes garantizará también que los intercambios entre particulares se produzcan de acuerdo con las normas y que se desarrolle una cultura cívica de valoración del Derecho que vaya eliminando los "contravalores" de nuestra peor historia del tipo "hecha la ley hecha la trampa".

Nada de lo anterior es sencillo, pues excede a la mera aprobación de leyes formales, que "se acatan pero no se cumplen". Sin garantía de cumplimiento de la ley no hay estado de derecho verdadero. Y ello supone un proceso laborioso y conflictivo pero prometedor de construcción institucional a través del cual se van reformando los sistemas representativos y las administraciones electorales, se van ampliando, democratizando y cohesionando los partidos políticos y mejorando el sistema de su financiamiento, se van fortaleciendo los legislativos y la garantía de calidad de las leyes, se va estableciendo un servicio civil meritocrático acompañado de una jurisdicción contenciosa administrativa alcanzable por toda la ciudadanía, se van independizando y prestigiando las demás jurisdicciones, se va reconociendo el derecho de todos los grupos de interés a organizarse y a disponer de voz en los procedimientos legislativos y administrativos, se van construyendo catastros, registros de la propiedad, registros mercantiles y agencias supervisoras a cargo de funcionarios profesionales, imparciales y competentes... Necesitamos una larga marcha a través de las instituciones cuyo espléndido resultado habría de ser la aparición o el fortalecimiento de verdaderas economías de mercado y de democracias genuinas que conjuntamente provoquen procesos de eliminación de la pobreza y de la exclusión e impulsen la construcción de la ciudadanía y la comunidad nacional.

Partimos de la convicción de que, frente a las promesas siempre fallidas de todos los populismos, la mejor política social será siempre dar "voz y veto" a los pobres en todos los procesos de decisiones colectivas para asegurar que no se les discrimina económicamente ni se les excluye políticamente ni se les manipula socialmente a través del manejo arbitrario de los "peanuts" de un gasto social clientelar. Por ello el aseguramiento de la transparencia de la gestión pública, el fomento de la organización y participación de los intereses sociales más difusos (consumidores y usuarios, jóvenes, mujeres, comunidades étnicas y culturales...) y la presencia de la mirada atenta de unos medios de comunicación plurales completan democráticamente la relación antes enunciada de las instituciones del estado meramente liberal de derecho.

La ventaja económica comparativa de las instituciones del estado de derecho democrático son buenas noticias para los demócratas. Pero para éstos la democracia se justifica, ante todo, por ser un proyecto moralmente superior de convivencia cívica y de desarrollo humano. Esta última afirmación exige un mínimo ajuste de cuentas con las posiciones de individualismo radical del neoliberalismo y de sus correspondientes versiones politológicas. Porque vivimos todavía tiempos de exacerbación del individualismo y de desconfianza hacia la comunidad. La teoría del comportamiento humano prevalente tanto en economía como en politología se centra en individuos y organizaciones que tienden a maximizar sus intereses y preferencias a través de intercambios o interacciones en un contexto institucional considerado como exógeno a tales intercambios. Desde esta visión llevada casi al paroxismo por la escuela de la "elección pública", la gobernabilidad democrática consiste fundamentalmente en competir, negociar, construir y mantener coaliciones y formar e implementar políticas. La cohesión social se limita a una agregación equilibrada y estable de intereses, resultante de la fuerza y posición relativa de los actores relevantes. La prevalencia de la metáfora del intercambio entre individuos y organizaciones maximizadores de utilidad (fundamental si no exclusivamente económica) devino en prevalente en los ochenta y ha posibilitado la invasión de todos los ámbitos de la vida social por el análisis económico. Hasta la democracia tratará de entenderse como "mercado político", e igual perspectiva se aplicará al análisis de la educación o la familia. Muy recientemente un especulador y filántropo conspicuo ha denunciado esta pretensión y el "fundamentalismo de mercado" que implica como el verdadero enemigo actual de la sociedad abierta.[17]

No desconocemos las aportaciones interesantes derivadas del análisis económico a realidades sociales consideradas hasta hace poco extraeconómicas. Pero sí debemos combatir el reduccionismo de dichas realidades a su dimensión meramente económica, considerándolas como el resultado de simples intercambios entre maximizadores de utilidad. No desconocemos que la metáfora del intercambio ayuda a captar aspectos fundamentales de la vida política y social ni que su insistencia en la construcción de sistemas bien diseñados para la producción del intercambio político ha ayudado no poco a la comprensión y el manejo de la acción colectiva. Consideramos, sin embargo, que esta perspectiva sólo puede ser útil debidamente criticada, modificada y completada. Y ello principalmente por las siguientes razones elaboradas a partir de March y Olsen:[18]


(1) La insistencia en la búsqueda de un equilibrio que resulte eficiente en términos paretianos lleva a enfatizar los intercambios entre los actores existentes, sin considerar su disparidad inicial en cuanto a riqueza, poder y competencias. De este modo la consideración de la aceptabilidad de las posiciones de partida se sacrifica a la búsqueda de intercambios aceptables. Las cuestiones de redistribución tienden así a situarse fuera de la agenda. Pero también se exagera la importancia de los ciudadanos de hoy en detrimento de los del futuro. Todo lo cual resulta especialmente relevante para América Latina, donde los sistemas de propiedad forjados históricamente no reflejan "asignaciones eficientes de derechos" ni mucho menos equitativas, por lo que partir de los mismos difícilmente generará ni eficiencia económica ni cohesión social.

(2) No todo el intercambio social puede entenderse realizado libremente y desde la lógica de la maximización. Existen esferas integrantes de la dignidad y libertad personal excluidas de la lógica del intercambio, sobre la base de convenciones constitucionales e imágenes de la propia identidad personal y social. Por otra parte, numerosos intercambios se producen al margen de su voluntariedad y del cálculo de intereses, al considerarse intercambios apropiados o debidos, partiendo de la posición y del propio concepto de lo que es socialmente necesario.[19] Disponemos en América Latina de experiencias positivas de "convivencialidad" localmente, que no deben descartarse, sino rescatarse y apoyarse como palancas de capital social tremendamente válidas como motores de desarrollo endógeno.

(3) En determinadas circunstancias un sistema político meramente basado en el intercambio, aun funcionando de modo técnicamente perfecto, podría conducir a resultados indeseables desde un punto de vista moral, como señaló Karl Polanyi. Un número creciente de filósofos políticos insiste en la necesidad de un criterio moral para la acción colectiva. Para ellos la gobernabilidad democrática debe contribuir no sólo a un intercambio equilibrado y estable entre actores desiguales, sino también a la justicia. Ello implica búsqueda de nuevos equilibrios entre actores e intereses, guiada por una idea de justicia y solidaridad que va más allá de la mera cohesión social. No hay garantía de que la distribución de la virtud se corresponda con la distribución de la riqueza, el poder y la competencia. Olvidar esto puede condenarnos a agravar el modelo de dualización generado en la colonia, lo que acabará siendo incompatible con la gobernabilidad democrática de nuestros países.

(4) El hecho de enfatizar los intercambios para la maximización del propio interés tiene desde luego la ventaja de la consistencia con aspectos reales de la naturaleza humana, pero tiene la desventaja de incentivar estos aspectos de nuestra naturaleza. Algunas filosofías sociales sitúan el cálculo egoísta como la base de toda construcción social sana. Pero otras consideran que tal base es una clara autolimitación de la motivación humana. Si creemos que no existe una naturaleza humana inmutable, sino que ésta es el resultado fluido de un proceso de evolución social, el diseño de las instituciones políticas no puede partir de una naturaleza humana inconmovible, sino de la responsabilidad por construir instituciones que incentiven su evolución positiva hacia mejores equilibrios entre el propio interés y el interés general. Fijar la naturaleza humana en el modelo meramente "mercantil" no sólo es una coartada para la defensa del statu quo sino una renuncia al progreso humano, que carece de fundamento histórico.


Las consideraciones anteriores nos parecen especialmente relevantes para América Latina porque, dados los niveles existentes de dualización, exclusión y desigualdad y las tradiciones populistas, caudillistas, corporativas y autoritarias todavía presentes, enfocar aquí la construcción de la gobernabilidad democrática desde una teoría del neoliberalismo individualista radical no parece el mejor camino. Entre otras razones porque en la mayoría de nuestros países la gran tarea pendiente es la construcción de la comunidad nacional y la ciudadanía plena. Y ello no podrá hacerse sin poner en primer término la construcción de unas instituciones que, partiendo del reconocimiento del valor de los mercados, no los convierta en deus ex maquina sino que reconozca sus limitaciones y su radical insuficiencia para afrentar los retos globales que la región tiene planteados. El desarrollo de los mercados puede ayudar, pero no garantizará por sí solo la construcción de una ciudadanía plena, libre y responsable. Esto exigirá otros valores adicionales, integrantes de los que el PNUD llama el desarrollo humano. Gobernabilidad democrática es, pues, también construir una cultura cívica que no se agote en los valores de eficiencia, productividad, competitividad y realización individual, sino que abrace otros como los de solidaridad, convivencia, compasión, igualdad, dignidad y libertad, traducidos en proyectos personales integradores de un sistema de deberes y de un sentido de responsabilidad por la comunidad.

La reforma institucional que el desarrollo exige y que constituye el objeto de la política necesaria es un proceso extraordinariamente difícil porque supone cambios en los actores, en las relaciones de poder y en los modelos mentales, es decir, un proceso de aprendizaje social normalmente tenso porque, aunque se traduzca en beneficios para el conjunto de la sociedad, está lleno de incertidumbres y esfuerzos costosos para los ganadores y de sacrificios inevitables para los perdedores. Además, como las instituciones son formales e informales, la simple reforma legislativa no garantiza el enraizamiento del cambio institucional si no va acompañada de un cambio en las actitudes, valores y competencias sociales capaz de insertar en la cultura política las nuevas reglas. De ahí que pueda decirse con razón que el cambio institucional no puede hacerse sólo por legislación o decreto, de arriba abajo, sino que supone también el protagonismo o participación activa de los actores actual o potencialmente interesados, es decir, un movimiento de abajo arriba sin el cual no se pueda garantizar la transformación necesaria de la informalidad institucional.

En las condiciones específicas de la mayoría de nuestros países la reforma institucional democrática es todavía más difícil y urgente. Es más difícil porque la propia imperfección democrática dificulta la calidad representativa a la vez que la participación de amplios grupos de la población que tienden a verse no como sujetos activos del proceso democrático sino en el mejor de los casos como meros reivindicantes de protección o de una participación subordinada en los beneficios distributivos. Resulta inquietante que, ante la ya imposible o la radical insuficiencia de la redistribución estatal y ante la pervivencia de las prácticas patrimoniales burocráticas, las nuevas democracias, o mejor dicho sus partidos, no hayan sido capaces de generar proyectos políticos que alienten la organización y participación política de la gente. En estas condiciones no puede darse en nuestros países la "eficiencia adaptativa", que es la que permite la reforma institucional incremental en las democracias representativas avanzadas. Y como tampoco puede darse ninguna revolución creíble, corremos el riesgo de quedarnos sin reforma y sin revolución, pero con un descontento y una rebelión crecientes al no percibirse una luz de esperanza al final del túnel.

Es a este tipo de círculos viciosos a los que aludía el presidente Fernando Henrique Cardoso cuando urgía por la reforma política, sin la cual, decía en el Círculo de Montevideo, no será posible ni la reforma económica, ni la social ni la reforma del Estado. O nuestras democracias son capaces de reformarse o no serán capaces de producir desarrollo para todos, con lo que dejarán el campo presto para nuevos emprendedores políticos cuyo rumbo no tiene por qué ser necesariamente democrático. Al fin y al cabo, si los demócratas oficiales no se cansan de identificar su imperfectísima democracia con "la democracia" y su más imperfecta seguridad jurídica con "el estado de derecho", no es de extrañar que quienes han quedado excluidos acaben sintiendo poco aprecio por la una y por el otro. No son meros temores. El proceso venezolano, el deterioro colombiano, las incógnitas argentinas y las dificultades de tantos países andinos y centroamericanos expresan procesos inquietantes.

El riesgo de una involución autoritaria de nuevo cuño que viven o van a vivir tantos países de América Latina no hay que cobrárselo a los nuevos emprendedores tan equívocamente democráticos, sino a los viejos demócratas incapaces de remontar el modelo clientelar, patrimonial, caudillista y redistributivo en el que se han formado y pretenden seguir utilizando como modo de legitimación, eso sí compatibilizado ahora con el acceso electoral al poder. Confundir nuestras democracias "inoculadas" —como las llamaba el maestro García Pelayo— con la democracia es una impostura democrática frente a la que no cabe otro remedio que levantar la bandera y el programa de un nuevo radicalismo reformista democrático. Esto es imposible sin la generación de nuevos y numerosos liderazgos desde todos los ámbitos de nuestra vida política, económica y social. Lo que no es tarea fácil, pues nuestro sistema político tradicional ha sido forjado para inhibir el liderazgo innovador igual que nuestro sistema económico tradicional ha sido forjado para inhibir la aparición de emprendedores competitivos.

7. ¿Por qué la política para el desarrollo necesita de la ética?

No hay reforma institucional verdadera sin líderes ni emprendedores públicos, privados, sociales, culturales... capaces de construir y articular las coaliciones necesarias, afrontar los conflictos inevitables, llegar a los acuerdos convenientes y fijar en la cultura cívica y política las nuevas reglas del juego. La teoría del cambio institucional indica que éste se producirá cuando un número suficiente de actores perciban que una nueva institucionalidad puede sustituir a la precedente gozando de mayor apoyo y legitimidad (desgraciadamente el desenlace no tiene por qué ser necesariamente democrático ni positivo para el desarrollo).

Esto puede deberse a muchas razones que no procede detallar aquí. Ante la zozobra del statu quo institucional, cuando las inseguridades de todo tipo se hacen insoportables para la mayoría de la población, florecen las oportunidades para los liderazgos y emprendedores (no necesariamente positivos). Basta con observar la irrupción en tantos de los recientes procesos electorales latinoamericanos de candidatos, movimientos y actores de toda laya situados fuera del sistema político y a veces enfrentados claramente con él. Si el sistema político no se autoreforma desde dentro en un difícil haraquiri parcial, no es previsible que estos fenómenos dejen de ir en aumento. Tampoco que se pueda expulsar del sistema a la mala moneda política. Pero en lugar de alarmarnos ante ellos deberíamos tratar de entenderlos, verlos a la vez como amenaza y oportunidad, y tratar de apoyar su encauzamiento democrático y reformista. Ésta es la tarea de los liderazgos para el desarrollo democrático.

En América Latina existen no sólo condiciones objetivas sino también capacidades subjetivas para la generación de liderazgos innovadores. No es cierto que los jóvenes se desinteresen de la política, aunque sí que "pasan" de la política que se les ofrece por la vía de los padrinazgos, compadreos o congresos partidistas tradicionales, lo que dista de ser un signo negativo. Si los partidos y sus viejas e inadecuadas coberturas ideológicas no son capaces de movilizar, no es porque la movilización social no sea posible, como demuestra la experiencia de tantos esforzados emprendedores e innovadores comunitarios, empresariales, culturales y económicos. La descentralización, allí donde no ha quedado aprisionada por el patrón clientelar de la política tradicional, ha demostrado su potencial para articular entornos generativos de nuevos actores y positivos emprendimientos con capacidad a veces de regenerar las viejas estructuras partidistas. Facilitarla mediante una correcta y precisa definición de competencias, recursos financieros y relaciones intergubernamentales sigue siendo una de las tareas más promisorias de la reforma política democrática.

Lo que precisamos urgentemente es una revalorización y reinvención de la política como responsabilidad compartida entre todos por la construcción y el progreso de nuestras comunidades y naciones y desde ellas de un orden internacional más justo y vivible. Los griegos llamaban "idiota" al "ausente de la ciudad", a quien se dedicaba exclusivamente a sus asuntos privados renunciando de hecho a su condición de ciudadano. Necesitamos estimular una ciudadanía activa que impulse las reformas exigidas para nuestro desarrollo democrático. Sin ella será imposible la renovación o substitución de los indispensables partidos políticos. Tampoco podemos confiar sólo en los gobiernos y en la mejora de sus capacidades expertas, porque lo que está en juego no es principalmente la calidad de las políticas públicas sino la necesidad de una práctica política democrática renovada. Nadie sabe muy bien cómo se hace eso, incluidos los expertos. Por ello necesitamos liderazgos que se pongan al frente de procesos de experimentación y aprendizaje social en todos los ámbitos de la existencia colectiva.

Estamos defendiendo un entendimiento de la política democrática radical como conducción de procesos de aprendizaje social. En sociedades complejas, diversas, con alta tasa de cambio y con alto potencial de conflicto resulta absurdo pretender que alguien tiene "las soluciones" desde el mero conocimiento experto. Éste sigue siendo tan necesario como radicalmente insuficiente. Es necesario que los expertos y la cooperación técnica internacional tomen conciencia de los límites de su contribución al desarrollo y deslegitimen de una vez la pretensión de tantos gobiernos de "saber" —a veces gracias a la aportación de la experticia internacional— lo que es necesario en cada momento. Este neodespotismo a veces poco ilustrado del "todo para el pueblo pero sin el pueblo" suele cobrar muy malos resultados.

El cambio en que consiste el desarrollo no puede imponerse desde fuera, aunque sí puede facilitarse o constreñirse en gran medida. Nadie que no quiera y pueda desarrollarse será desarrollado. No hay desarrollo sin cambio en los modos de pensar, valorar y de actuar, y las personas, aunque pueden ser forzadas a adoptar ciertos comportamientos y utilizar ciertas palabras, no pueden ser forzadas a cambiar su modo de pensar y valorar. Para producir mejores instituciones y capacidades es necesario que los programas de desarrollo sean hechos suyos por una coalición suficiente de actores nacionales capaces de impulsar sosteniblemente las transformaciones y aprendizajes obligados.[20]

El tipo de liderazgo o político requerido por el cambio institucional positivo difícilmente puede prescindir de la ética, dado el papel desempeñado por los valores en la transformación institucional positiva. Burns ya lo expresó claramente: "la esencia del liderazgo está en el reconocimiento de la necesidad real, en el descubrimiento y la explotación de las contradicciones entre los valores y las prácticas, en el realineamiento de los valores, en la reorganización de las instituciones y en el gobierno del cambio. Esencialmente la tarea del líder consiste en la elevación de las conciencias, en inducir a la gente a tomar conciencia de lo que siente y a sentir sus verdaderas necesidades tan fuertemente, a definir sus valores tan sentidamente, que pueda ser movilizada para la acción transformadora".[21] En la misma línea Heifetz propone que en lugar de definir el liderazgo como una posición de autoridad en una estructura social, o como un conjunto de características personales, resulta más útil en nuestro tiempo definirlo como una actividad o trabajo adaptativo susceptible de ser emprendido desde todas las posiciones sociales y por cualquier persona en algún momento en su vida. El trabajo adaptativo consiste en el aprendizaje requerido para abordar los conflictos entre los valores de las personas, o para reducir la brecha entre los valores postulados y la realidad que se afronta. El trabajo adaptativo requiere un cambio de valores, creencias o conductas. La exposición y orquestación del conflicto —de las contradicciones internas—, en los individuos y los grupos, potencian la movilización de las personas para que aprendan nuevos modos de actuar.[22]

Necesitamos políticos emprendedores en el sentido expresado por Spinoza, Flores y Dreyfus, es decir, políticos capaces de captar "desarmonías" en las prácticas sociales, vivir intensamente estas desarmonías como un problema de identidad o sentido vital y actuar como generadores en un espacio colectivo determinado de un proceso de transformación de prácticas sociales que producirá nuevas identidades, significados y reglas. Los verdaderos emprendedores tienen fuerza para hacer historia, superando todos los costes de incertidumbre inherentes a su tarea, porque viven la desarmonía que descubren y deciden vivir para superarla transformándose a sí mismos y al espacio colectivo en el que actúan. Por los citados autores consideran que fortalecer la "emprendedoriedad" no es tanto un problema de conocimientos como de sensibilidad.[23]

Hemos entrado en un tiempo histórico nuevo de complejidad, interdependencia y mutación sin precedente. El desarrollo ya no depende tanto del manejo de un stock de conocimientos de lenta evolución como de la generación de una capacidad social de aprendizaje de nuevas formas y competencias de acción colectiva, es decir, de reforma institucional permanente. En el nuevo entorno del desarrollo el aprendizaje social y la reforma institucional no tienen un punto claro de llegada. Difícilmente podremos decir un día que ya hemos consolidado la democracia, hechos eficientes los mercados, equitativa la sociedad y sostenible el desarrollo (conceptos que por lo demás son meramente históricos y no tienen nada que ver con ninguna pretendida condición de naturaleza). Cada generación va a tener su responsabilidad en esta reconstrucción incesante de nuestra historia humana, esperemos que sin fin.

A pesar de la dureza de la situación y lo sombrío del horizonte general, creo que el siglo XXI todavía podría ser el de América Latina. Ante el segundo centenario de su emancipación, carentes de suficientes resultados de los que enorgullecernos, no podemos construir la necesaria confianza colectiva sino en torno a un programa radical de transformación institucional y ética genuinamente latinoamericano. Para ello no podemos menospreciar sino reinventar y revalorizar transformando radicalmente la política como la acción necesaria de cada uno en interés de todos, como oportunidad para la autorealización de un yo comunitario frente a un ego insolidario, como una larga marcha de aprendizaje y construcción de instituciones estimuladoras de comportamientos individuales y organizativos eficientes y solidarios. Esta labor en absoluto está reservada a una elite reducida y selecta. Los políticos líderes y emprendedores que necesitamos para ello no nacen ni se fabrican en escuelas de lujo, sino que se hacen a sí mismos por la determinación moral y racional de serlo. No hay ninguno de nosotros que en algún momento, en alguna situación, no pueda ponerse al frente y generar un proceso de aprendizaje positivo en su ámbito social. Ocupará entonces una posición de liderazgo, y si lo está haciendo desde la lucidez intelectual y el compromiso por el perfeccionamiento ético, estará llevando a cabo además la política que necesitamos.



Enlaces relacionados:

Instituto Internacional de Gobernabilidad de Cataluña:
http://www.iigov.org/
The International Institute of Gaming:
http://www.iiog.org
Ética y Desarrollo (Banco Interamericano de Desarrollo):
http://www.iadb.org/etica
[Fecha de publicación: junio de 2002]


SUMARIO
1.Si tras el discurso ético hay tanto cinismo, ¿por qué seguir hablando de ética?
2.La ética como exigencia de supervivencia humana
3.Un aprendizaje doloroso: la relevancia de las instituciones para el desarrollo
4.La brecha institucional de América Latina
5.El desarrollo como cambio institucional y la necesaria revalorización de la política
6.Si queremos desarrollo tenemos que reformar la política
7.¿Por qué la política para el desarrollo necesita de la ética?


Nota1:

"Derribemos también esa pretendida razón rígida e inmutable; quedémonos con la creencia, pues ella es suficientemente fuerte para garantizar la vida y la convivencia pero demasiado débil para permitir que en ella se apoye el fanatismo." Félix Duque. (1984). Tratado de la naturaleza humana (introducción). Barcelona: Ediciones Orbis, libro I.
Nota2:

Adam Smith. Teoría de los sentimientos morales. Parte I, sección I.
Nota3:

Algunas aproximaciones actuales al desarrollo que enfatizan exclusivamente los factores endógenos tales como el bajo capital social o las instituciones inadecuadas y falentes, sin considerar la responsabilidad de los factores exógenos tales como el régimen del comercio internacional, la arquitectura del sistema financiero, el consumo de productos ilegales en los países desarrollados o los niveles desproporcionados de contaminación procedentes de éstos, son actitudes que tienden a culpabilizar exclusivamente a la víctima y a anestesiar moralmente a los ciudadanos de los países desarrollados. En éstos el verdadero problema no es la duda por la eficacia de la ayuda, sino la falta de movimiento y compromiso cívico suficiente para forzar a los gobiernos a incrementar y a reformar la ayuda a la vez.
Nota4:

Teoría de los sentimientos morales. Parte I, sección II.
Nota5:

"Rara vez se verán juntarse los de una misma profesión u oficio, aunque sea con motivo de diversión o de otro accidente extraordinario, que no concluyan sus juntas y sus conversaciones en alguna combinación o concierto contra el beneficio común, conviniéndose en levantar los precios de sus artefactos o mercaderías." (Adam Smith. De economía y moral (introducción y selección de Telmo Vargas). San José de Costa Rica: Libro Libre, pág. 12-26.
Nota6:

Adam Smith, De economía y moral. Cit., pág. 348—349.
Nota7:

En noviembre de 1989 el Instituto de Economía Internacional convocó en Washington una conferencia sobre "El ajuste en América Latina: ¿Cuánto ha sucedido?", en la que se pretendía establecer el estado de la cuestión tanto de las políticas de ajuste como de las actitudes nacionales en relación con las reformas implicadas. John Williamson (1990) intentó un sumario de las coincidencias entre los presentes en la reunión que pronto devino, contra la intención del autor, en un auténtico manifiesto para la reforma económica conocido como el Consenso de Washington.
Nota8:

"Desde esta perspectiva vemos cada acto de política no como una elección hecha para maximizar una función social de bienestar sino como un episodio o jugada dentro de la serie de reglas e instituciones existentes, pero admitiendo cierto margen de libertad para realizar movimientos estratégicos que son capaces de afectar, o alterar, a las futuras reglas e instituciones. Desde este mismo punto de vista las constituciones e instituciones en general tampoco son vistas como textos sagrados escritos bajo condiciones ex ante ideales y de ausencia de conflicto, merecedoras de consenso unánime y proveedoras del conjunto de reglas necesarias para la elaboración de los futuros actos de política. Contrariamente las instituciones se consideran como contratos incompletos que regulan un mundo cambiante y complejo y que contienen algunas provisiones sobre los procedimientos con los que trataremos contingencias imprevistas y que se hallen sujetas a enmiendas explícitas y a cambios implícitos producidos por actos de política." A. Dixit. (1986). The making of economic policy. Pág. 30—31.
Nota9:

El cambio en que consiste el desarrollo no puede imponerse desde fuera. No hay desarrollo sin cambio en los modos de pensar y de actuar, y las personas, aunque pueden ser forzadas a adoptar ciertos comportamientos y utilizar ciertas palabras, no pueden ser forzadas a cambiar su modo de pensar. Para que los programas de desarrollo produzcan mejores instituciones y capacidades es necesario que sean hechos suyos por una coalición suficiente de actores nacionales capaces de impulsar sosteniblemente las transformaciones del caso. Las prácticas de cooperación que descansan en las "condicionalidades" más que en la interiorización, participación y compromiso pueden tener efectos perversos inesperados. "En vez de aprender cómo razonar y desarrollar capacidades analíticas, el proceso de imponer condicionalidades debilita tanto los incentivos para adquirir esas capacidades como la confianza en la habilidad de usarlas. En vez de implicar a amplios segmentos de la sociedad en el proceso de discusión del cambio —incentivando con ello el cambio en el modo de pensar—, se refuerzan las relaciones jerárquicas tradicionales. En vez de fortalecer a quienes pueden actuar como catalizadores del cambio en esas sociedades, se demuestra su impotencia. En vez de promover el diálogo abierto que es central en toda democracia, se argumenta que tal diálogo es innecesario cuando no contraproductivo." Joseph Stiglitz. (1998). Knowledge for development: economic science, economic policy and economic advice (address to the World Bank's 10th Annual Bank Conference on Development Economics). Paper en http://www.worldbank.org/ html/extdr/extme/js— abcde98/js_abcde98.html).
Nota10:

El caso de los países de la ex Unión Soviética resulta tan lacerante como grotesco. El PIB de la Federación Rusa se ha reducido en un tercio y su fragmentación, conflictividad y desigualdades sociales ya emulan las peores de las nuestras. A diferencia de América Latina, en la Europa del Este y la antigua Unión Soviética no faltaba conciencia de la importancia de las instituciones y la legalidad para la generación y el asentamiento de una economía capitalista de mercado. Había plena conciencia de que el estado de derecho no sólo exigía reconocimiento y respeto de los derechos civiles y políticos, sino que éstos sólo podían afirmarse sobre un tejido económico asimismo fundado en el estado de derecho para la economía. Sin embargo, todo este clima intelectual se disolvió en cuanto las reformas se pusieron en marcha. Prevaleció el cálculo de los beneficios políticos derivables a corto plazo de las terapias de choque y de los big bangs económicos. Resultó pasado de moda invocar -como seguían haciendo personalidades académicas tan destacadas como Douglas North o Mancur Olson- que sin reformas institucionales las privatizaciones y las liberalizaciones traerían invitados inesperados quizás horribles y que los equilibrios macroeconómicos estarían siempre en precario. Prevaleció la opinión de jóvenes académicos, nuevos políticos reformistas y funcionarios de las instituciones financieras internacionales, según la cual la reforma institucional correspondía a la segunda fase reformista. Lipton y Sachs, Fisher y Gelb, Blanchard, Froot y Sachs produjeron algunos de los posicionamientos más influyentes de su tiempo: en todos ellos se desenfatizaba la reforma institucional. La tesis de la secuenciación de las reformas con la postergación de la reforma institucional para cuando las terapias de choque ya hubieran producido actores y coaliciones capaces de implantarlas se oficializó en el informe de desarrollo del Banco Mundial para 1996 "Del plan al mercado". La verdad es que el único cambio institucional exitoso fue el desmonte del viejo régimen. Por lo que se refiere al nuevo, la Federación Rusa se ha quedado sin plan y sin mercado y los actores emergidos sin constricciones institucionales han creado poderosas coaliciones que hoy se amparan en una institucionalidad informal corrupta que impide la emergencia de las instituciones de la democracia y el mercado. Todo un récord. (Una reseña circunstanciada del proceso puede verse en Clement y Murell, 1999).
Nota11:

La clave del éxito de estos países no se encuentra tanto en la combinación de políticas que aplicaron, sino en la capacidad institucional de sus estados para formular e implementar coherente y sostenidamente en el tiempo tales políticas, zafándose de las presiones capturadoras y patrimonializadoras de potentes grupos de interés. La autonomía del Estado -asegurada por una burocracia legal de tipo weberiano- fue una de las claves del éxito no sólo económico sino también social de estos países. La crisis financiera recientemente vivida por los mismos y que tantos retrocesos ha producido tampoco puede leerse sino en clave de governance. Lanyi y Lee (1999) aportan sólidos fundamentos a la hipótesis de que las dificultades encontradas en estos países principalmente en el manejo de los mercados de capitales se debe a la insuficiencia del sistema de gobernación legal y burocrático vigente que sirvió, no obstante, para su despegue inicial. Los autores referidos concluyen sugiriendo que, por lo que se refiere a la búsqueda de gobiernos que fortalezcan el crecimiento y aumenten los mercados, el tipo de régimen político que resulta especialmente efectivo en los primeros estadios del desarrollo económico puede resultar poco adecuado para impulsar la creación de una economía de mercado más sofisticada. La experiencia asiática parece avalar esta impresión, pues gobiernos paternalistas, autoritarios y con un régimen limitado de legalidad fueron capaces de iniciar exitosamente el despegue económico, pero tienen que evolucionar hacia modelos más democráticos y con estados de derecho verdaderos para responder a la necesidad de una mayor autonomía de los mercados. En el mismo sentido, Stiglitz expresa que un sistema político democrático, en el que los líderes responden ante su electorado, ante un poder judicial independiente, ante una prensa libre y ante la sociedad civil, resulta menos vulnerable al colapso frente a las dificultades económicas y financieras de lo que lo es un país autocrático o falsamente democrático (el subrayado es nuestro) que impone restricciones severas a la diseminación de la información y a la expresión de la opinión pública. (Stiglitz, op. cit., pág. 1).
Nota12:

El éxito innegable de China, que, de mantener las tasas actuales de crecimiento, podría convertirse en veinte años en la primera economía del mundo, contrasta con el fracaso de la reforma rusa, que arrastra graves riesgos para la gobernabilidad mundial, y plantea cuestiones interesantísimas sobre el rol del Estado en la construcción de los mercados. La clave explicativa del éxito parece estar en que los reformistas chinos siempre acompañaron las reformas económicas con reformas institucionales capaces de generar un sistema de derechos de propiedad no muy sofisticado pero eficaz, claramente reductor de costes de transacción y evolutivo hacia formas institucionales crecientemente sofisticadas.

"La transición a una economía de mercado requiere una intervención estatal continua para establecer el marco constitucional, en el sentido de las reglas de juego subyacentes, y demostrar un compromiso y una capacidad para cumplirlas y hacerlas cumplir. Argumentaba Karl Polanyi que en Occidente 'el camino hacia los mercados libres fue abierto y mantenido abierto por un incremento continuo del intervencionismo controlado y organizado centralmente… Los administradores tienen que estar vigilando constantemente para asegurar el libre funcionamiento del sistema'. Para Polanyi los mercados sin regulación amenazaban con la destrucción de la sociedad, y los esfuerzos para proteger la sociedad requerían la intervención reguladora constante del Estado liberal, siendo en este proceso como el Estado fue construyendo incrementalmente las instituciones del libre mercado. Douglass North enfatizó la reducción de los costes de transacción que resulta de las regulaciones interventoras… En China, desde 1978 una nueva aproximación reguladora permitió a las empresas y a los emprendedores una considerable autonomía. Se trató de regular indirectamente mediante la manipulación de precios y beneficios, pero se abandonó todo intervencionismo estatal para establecer cursos específicos de acción. Aquí analizamos los procesos interrelacionados implicados en la construcción de una burocracia racional y legal respetuosa de altos niveles de autonomía social y en el establecimiento por el Estado de las instituciones formales coherentes con una economía mixta, entre las que se cuentan la legislación mercantil que especifica una nueva estructura de derechos de propiedad, mecanismos para garantizar el cumplimiento de los contratos y nuevas estructuras de mercado. Argumento que la emergencia de una burocracia racional—legal y una economía de mercado se hallan causalmente interrelacionadas. Ello proviene del interés del Estado en promocionar el crecimiento económico a través de las reformas de mercado y de su interés en reducir los altos costos de transacción implicados en la integración de una economía de mercado emergente con una economía dominada estatalmente. Más aún que en las economías capitalistas, en las economías socialistas el Estado tiene que asumir un fuerte rol en la regulación económica para equilibrar la dinámica contradictoria del mercado y de la coordinación burocrática de la economía. Paralelamente a los esfuerzos estatales por establecer las instituciones del mercado libre, el Estado tiene que esforzarse en la defensa de las instituciones económicas del sector aún dominante. Para cumplir estas tareas, la dinámica de la reforma del mercado ha impulsado al Estado central hacia una creciente racionalización burocrática y una creciente autonomía social. China todavía está en los primeros estadios de esta transición." Victor Nee. (1999). Development and institutional reform in China. Documento.
Nota13:

Aquí radica el fundamento económico de la lucha por la seguridad jurídica. El avance hacia mercados eficientes ha exigido históricamente y sigue exigiendo ahora la reducción progresiva hasta la eliminación del poder arbitrario. La interdicción de la arbitrariedad es la columna vertebral del mercado eficiente. Ella fue la bandera de las revoluciones liberales europeas que iniciaron el proceso de extender la ciudadanía y el mercado de los muros de las villas o burgos a todo el territorio nacional, con lo que se creó la nación moderna. El gobierno constitucional no sólo es un ideal de libertad personal y política, es también una exigencia para el funcionamiento eficiente de los mercados. Las diferencias de incertidumbre respecto de la seguridad de los derechos se corresponden probadamente con las diferencias de desarrollo observables entre los países.
Cuando un sistema institucional define y garantiza pobremente los derechos de propiedad, la inseguridad resultante no se traduce sólo en mayores costes de transacción sino en la utilización de tecnologías que incorporen poco capital fijo y no impliquen acuerdos a largo plazo. Las empresas tenderán a ser de pequeña dimensión, salvo cuando pertenezcan a los gobiernos o estén protegidas por ellos o por su propia fuerza o la de una potencia exterior.
Nota14:

Fuentes E. Quintana. (1993). "Tres decenios largos de economía española en perspectiva". En: J.L. García Delegado (coordinador). España económica. Madrid: Espasa Calpe.
Nota15:

Según D.D. North. (1991). Institutions, institutional change and economic performance. Cambridge: Cambridge University Press.
Nota16:

Mancur Olson. (septiembre 1993). "Dictatorship, democracy and development". American Political Science Review. Vol. 87, núm. 3.
Nota17:

G. Soros. (1999). The crisis of global capitalism. Londres: Open Society Endengered. Little Brown.
Nota18:

J.G. March; J.P. Olsen. (1995). Democratic governance. Nueva York: The Free Press.
Nota19:

M. Walzer (1983). Spheres of justice. Nueva York: Basic Books.
Nota20:

J. Stiglitz. (Abril de 1998). Knowledge for development: economic science, economic policy and economic advice. Paper. Washington D.C.
Nota21:

M.J. Burns. (1975). Leadership. Nueva York: Harper and Row Publishers, pág. 43—44.
Nota22:

R.A. Heifetz. (1994). Leadership without easy answers. Cambridge, MA: Cambridge University Press.
Nota23:

Para nuestros autores hay dos clases de competencias requeridas para hacer historia: (1) ser capaz de sentir y hacerse cargo de las desarmonías experimentadas en el propio espacio vital colectivo y (2) ser capaz de cambiar el propio espacio sobre la base de las prácticas en desarmonía. Ello es imposible desde una actitud meramente intelectual, pues exige compromiso y experimentación implicada. Los emprendedores hacen historia a través de la articulación, la apropiación cruzada y la reconfiguración de las prácticas y las identidades de su espacio vital. Esto no es una tarea especializada, sino la mejor forma de vivir nuestra cotidianidad. F. Flores; Ch. Spinosa, H.L. Dreyfus. (1997). Disclosing new worlds. Entrepreneurship, democratic action and the cultivation of solidarity. Cambridge, MA: MIT Press. Pág. 356—358.