ArtículosNúmero 117 (enero de 2022)

¿Quién es el último?

Andrea Rosales

«La pandemia nos hará mejores», decían lemas y artículos de prensa, cuando la COVID-19 irrumpió con toda su letalidad en nuestra sociedad, a finales del invierno de 2020. «Con la llegada del virus, tendremos que ser otros», decía la gente en la calle, y destacaban los expertos. «Tenemos que transformarnos», replicaban asociaciones de vecinos y grupos civiles.

Dos años después, viviendo la sexta ola, con la variante ómicron convirtiéndose en dominante, aún no sabemos si somos mejores, si somos otros o si nos hemos transformado. De lo único que estamos seguros es de que ha habido uno o varios cambios en el día a día de todos.

 

Así lo certifican estos momentos en los que, con o sin restricciones por la pandemia, podemos observar con detenimiento cuáles de esas transformaciones llegaron para quedarse. Y lo que es todavía más importante: ¿quiénes han quedado excluidos?

 

En muchas panaderías de barrio, tiendas de tabaco u otros locales pequeños, se ha impuesto la costumbre de hacer fila fuera. Cosa nunca vista en Barcelona, porque en la pescadería, carnicería o tienda quienes llegaban a comprar se agolpaban cerca del mostrador, bajo el musical, sonoro y ordenador de turno natural «¿Quién es el último?», que preguntaba la persona recién llegada.

 

Con la fila, tan organizada, aséptica y eficiente, en la puerta del negocio, ya no tienes que interactuar con los vecinos y se van reduciendo las oportunidades de hacer comunidad y compartir físicamente. La misma línea que sigue la digitalización de la sociedad.

 

La COVID-19 y la digitalización

 

La pandemia trajo consigo el distanciamiento social y un afán por evitar el contacto físico. Como resultado de esto, se aceleró la digitalización de la sociedad. Algunos cambios los hemos ido aceptando con ilusión, con recelo, o con resignación, porque la necesidad de un distanciamiento social era difícil de cuestionar. Con el paso del tiempo, nos hemos acostumbrado a todo esto, aunque no fuera la mejor solución ni se ajustara a los valores, a los intereses o a las preferencias de todos.

 

Pero no solo las filas forman parte del panorama natural pospandémico. En el caso digital, podemos destacar el uso de los códigos QR, que llegaron para reemplazar las cartas de los restaurantes, o las visitas médicas, que pasaron a ser telemáticas, así como pedir cita o la receta de los medicamentos. También se dejaron de vender billetes en el autobús con pago en efectivo. Por no hablar de la adopción masiva del pago con tarjeta sin contacto y sin clave. Sobre esto, se puede decir que los principales damnificados son las personas que preferían manejar el dinero en efectivo, por sentir que de ese modo controlan mejor el gasto y llevan mejor sus cuentas.

 

Usar habitualmente la tarjeta como medio de pago implica usar la aplicación del banco para controlar el gasto. Al restringir el pago con efectivo en el autobús, no solo estás evitando el intercambio de virus, y optimizando el tiempo del conductor, estás obligando a las personas acostumbradas a pagar en efectivo (aunque ya sean pocas) a que paguen con tarjeta y controlen el gasto por internet.

 

Exclusión digital

 

Por ejemplo, adolescentes que están aprendiendo a manejar su presupuesto con una paga semanal en efectivo, personas mayores o personas con un salario limitado y que no están interesadas en aprender a usar la aplicación del banco. Aunque sean pocos, son precisamente los que más limitaciones tienen en el gasto.

 

Si no tienes un móvil o un ordenador en condiciones, si no tienes acceso a internet, y si no tienes todas las habilidades necesarias para realizar estas tareas, o no tienes interés por aprender, dependerás de otros para la gestión de algo tan personal como tu salud o tus finanzas y, por lo tanto, perderás autonomía. Es decir, gran parte del peso de la digitalización de la sociedad cae bajo la responsabilidad de los ciudadanos.

 

Los códigos QR, que reemplazaron las cartas en los restaurantes, siguen presentes en muchos de estos. A menudo, es difícil navegar por estas, no se ven bien las fotos, y sobre todo hay muchas personas que no tienen acceso a ellas. Estas personas no quieren o no pueden usarlas. Hay quien se ha tenido que descargar una aplicación para leer códigos QR, porque no la incorporaba su teléfono de fábrica, y ha aprendido a manejarla. Otros han decidido no utilizar los QR, bien porque no tienen suficiente espacio en el teléfono para bajar otra aplicación o bien porque no quieren distraerse del objetivo principal de quedar con alguien para comer, que es verse y disfrutar el momento juntos. Quien no quiera o no pueda leer un código QR queda supeditado a la buena voluntad de sus acompañantes. Generalmente, son personas mayores o menos interesadas en la digitalización y que tienen móviles más antiguos y poco interés en la tecnología.

 

Las cartas impresas son costosas. Hay que limpiarlas cada día. O se desactualizan constantemente. La página web y el QR se pueden crear gratuitamente. Utilizar el código QR es equivalente a menos trabajo para el camarero. En ciertos aspectos, las empresas han conseguido digitalizar procesos que el usuario habría rechazado tajantemente si no fuera por la pandemia. Ahora, sin embargo, después de la llegada de la pandemia, con el público ya acostumbrado a estos incordios, no ven la necesidad de cambiar.

 

La pandemia ha acelerado la digitalización de la sociedad. Y ha dado poco margen para reflexionar: ¿a quiénes estamos excluyendo con esta digitalización? Generalmente, a personas con menores ingresos, con menor interés y habilidades digitales. Pero también a personas que valoran la espontaneidad, la adaptabilidad y la posibilidad de improvisación que te da la interacción cara a cara. Con la imposición de la sociedad digital, muchas personas pierden autonomía a la hora de gestionar el día a día.

 

Citación recomendada

ROSALES, Andrea. ¿Quién es el último? COMeIN [en línea], enero 2022, no. 117. ISSN: 1696-3296. DOI: https://doi.org/10.7238/c.n117.2202

cultura digital;  comunicación y educación;