Número 112 (julio de 2021)

Carne, estilos de vida y activismo medioambiental

Gemma San Cornelio

 Recientemente, en medio de la crisis pandémica que estamos viviendo, se produjo la difusión de un mensaje del ministro de Consumo en el que se alentaba a la ciudadanía a reducir el consumo de carne por motivos relacionados con la salud y el medioambiente. A pesar de que el mensaje resultó sorprendente –el momento podría parecer poco adecuado teniendo en cuenta las reacciones que suscitó–, quizás esta estrategia no haya sido tan mala en el fondo, en la medida en que ha abierto el debate sobre el tema. 

 Y puesto que el mensaje no iba acompañado de una propuesta de acciones relacionadas, seguramente esa debía ser la intención: situar el consumo de carne en la agenda mediática, poniendo de manifiesto contradicciones flagrantes y posicionamientos opuestos entre los políticos de todo el arco parlamentario.

 
En este artículo no me interesa tanto profundizar en el contenido del mensaje, sino en las estrategias comunicativas y de acción que subyacen a las cuestiones medioambientales en la actualidad. Dentro del contexto de la crisis climática, la problemática de la ganadería intensiva y el consumo excesivo de carne es un hecho bastante conocido, dadas las recomendaciones de organismos internacionales relacionadas con la alimentación y también con el medio ambiente. Para un sector, podríamos decir, concienciado, esto no es nada nuevo. Sin embargo, ¿qué información tiene el resto de la población? Más allá de los informes de organismos oficiales, no se ha abierto el debate sobre el tema.
 
En los últimos años, no solo ha cambiado la alimentación, sino también el consumo de ropa de las denominadas marcas fast fashion, que han incrementado considerablemente los niveles de residuos. De hecho, la idea del low cost, aplicada a viajes, turismo, ropa o cualquier otro concepto aceleró un consumo desmedido y de consecuencias devastadoras para el planeta en todos los sentidos, desde la producción hasta la gestión de los residuos. Todos estos conceptos tienen gran relación con la crisis económica del 2008 y se han reactivado con la actual crisis del coronavirus; por ejemplo, el Informe Anual del Consumo Alimentario 2020 concluye que el consumo de carne en los hogares durante la pandemia subió más de un 12% respecto al año anterior, rompiendo la tendencia de descenso que se venía produciendo desde 2012.
 
Además, no nos podemos olvidar que estas cuestiones tienen coordenadas sociales que afectan a la clase y al género: por ejemplo, la carne fue un signo de estatus, ya que las generaciones que vivieron la posguerra tuvieron grandes carencias de la proteína animal. Es difícil ahora cambiar este relato sobre lo que significa poder comer carne en España. Pero también hay connotaciones de género en el asunto: la carne está asociada a lo viril y a la masculinidad, lo que se denomina carnofalogocentrismo (González, 2016), siendo lo vegetariano o vegano asociado a todo lo contrario. Esta idea se recoge, por ejemplo, en las declaraciones del mismo presidente del gobierno hablando del chuletón y en todas las mofas generadas en las campañas de Twitter con el hashtag #chuletonalpunto.
 
Pero bueno, a pesar de todos los condicionantes, el tema está en la calle y la discusión opera en varios ámbitos: desde el ámbito político y el de los sectores productivos (el debate sobre ganadería extensiva y pastoralismo) hasta el individual. Y es en este ámbito donde se propone un cambio en el estilo de vida, volviendo a recuperar la idea de la dieta mediterránea (con todas sus ambigüedades) o asumiendo la que se considera su nuevo rebranding en forma de flexitarianismo (este modelo nutricional consiste en una dieta mayormente vegetariana pero incluyendo productos animales en una proporción mucho más pequeña). O simplemente en la reducción de la cantidad por calidad o en otras variables dentro de estas coordenadas. 
 
Sin embargo, sólo podrán consumir carne de mejor calidad, la producida de un modo más sostenible (o menos industrial, por decirlo de otro modo) aquellos que tienen cierto poder adquisitivo. No sería razonable pedir a los que tienen menos recursos que asuman estos cambios y sacrificios en el consumo.  Es, por tanto, una clase media concienciada la que ha de liderar necesariamente este cambio en los hábitos alimenticios que debe conducir, en consecuencia, a un cambio en los modos de producción, tanto del sector alimentario (y el ganadero en este caso) como de otros sectores. El objetivo es que, al sumar este tipo de acciones individuales, las corporaciones, en su voluntad de adaptación al mercado, también cambiarán sus objetivos y formas de producción. No será a causa de cambios legislativos –que seguramente también llegarán en algún momento– sino por la presión en los mercados a través de un cambio en el estilo de vida.
 
En este punto, vale la pena recuperar el concepto de movimientos de estilo de vida, entendidos como formas de activismo basadas en comportamientos que tienen un cierto impacto en las estructuras productivas. Haenfler, Johnson y Jones (2012) afirman que la separación entre estilos de vida y movimientos sociales ha dejado un punto ciego en la investigación, situado en la intersección entre la acción individual y el activismo, el cambio personal y el social, la identidad personal y la colectiva. Ellos proponen el concepto de movimientos sociales alrededor del estilo de vida (Lifestyle Movements) como capaces de promover activamente nuevos valores y significados culturales, desafiando la cultura hegemónica y fomentando un cambio social más amplio. 
 
A diferencia de las movilizaciones del consumo, por ejemplo, a través de boicots a determinadas marcas, el cambio en el estilo de vida se plantea como algo permanente, que tiene un efecto más a largo plazo (Holzer, 2006). Dicho de otra manera, podríamos argumentar, de acuerdo con Schlosberg y Coles (2016), que el estilo de vida sostenible puede considerarse como un tipo de movimiento social al promover flujos de acciones alternativas. Y su comunicación, bien a través de redes sociales u otros canales, contribuirá a extender esta temática o estas acciones. 
 
Aquí es donde radica la propuesta. El mensaje del ministro quedará como un globo sonda, capaz de mover el debate, introduciendo el tema en la agenda mediática. Sin embargo, solo funcionará si después vienen otras medidas, acciones. De otro modo, habrá contribuido únicamente a dejar en evidencia grandes contradicciones políticas.
 
 
Para saber más:
 
GONZÁLEZ, A. G. (2016). «Una lectura deconstructiva del régimen carnofalogocéntrico. Hacia una ética animal de la diferencia». Daimon Revista Internacional de Filosofia, (69), 125-139. https://doi.org/10.6018/daimon/221121
 
HAENFLER, R., JOHNSON, B., JONES, E. (2012). «Lifestyle movements: Exploring the intersection of lifestyle and social movements». Social Movement Studies, 11(1), pp. 1-20.
 
HOLZER, B. (2006). «Political consumerism between individual choice and collective action: social movements, role mobilization and signalling». International Journal of Consumer Studies, 30(5), pp. 405-415.
 
SCHLOSBERG, D., COLES, R. (2016). «The new environmentalism of everyday life: Sustainability, material flows and movements». Contemp Polit Theory, 15, pp. 160-181. Retrieved from https://doi.org/10.1057/cpt.2015.34
 
 
 

Cita recomendada

SAN CORNELIO, Gemma. «Carne, estilos de vida y activismo medioambiental». COMeIN, julio 2021, no. 112. ISSN: 1696-3296. DOI: https://doi.org/10.7238/c.n112.2151

 

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