18/2/15

«Tenemos que vigilar que poner ordenadores en las aulas no se convierta en puro taylorismo»

Graham Brown-Martin ,

Con quince años lo echaban del instituto y ahora es el autor de una obra transmedia sobre la necesidad de reimaginar el aprendizaje. ¿Qué conclusiones saca del fracaso escolar?
Hay un doble fracaso: el de los alumnos y el de los profesores. Los docentes llegan a los centros soñando que enseñarán los alumnos a hacer cosas fantásticas en la vida y acaban convirtiéndose en gallos del gallinero a los que se paga para vigilar a los estudiantes y examinarlos. Nuestro sistema educativo tiene que ver con la estandarización y las evaluaciones lo tiñen todo. Por lo tanto, solo algunos niños tienen cabida en aquello que se considera «normal». A los que están aburridos o tienen el síndrome de TDH como yo, se los etiqueta, se los deja fuera o se los medica para que se comporten. Todo ello es perverso.
Quizás por eso fundó el think tank Learning Without Frontiers en 2004. ¿Qué le preocupa ahora en la educación?
Nos falta un modelo alternativo y la sociedad tiene que hablar abiertamente de ello: ¿queremos entrenar alumnos para que pasen el día, de 8 a 8, en una oficina sin tener contacto con el mundo exterior ni sus familias? Para cambiar la educación tenemos que cambiar el sistema económico en el que estamos inmersos, porque se trata de un problema global. He conocido de cerca Silicon Valley y Facebook, y para mí son lo mismo que el mercado de la Bolsa. ¡Hace falta que despertemos! Detrás de las escuelas privadas hay empresas, y los exámenes son un negocio y una forma de controlar los contenidos, nuestras mentes.
¿Calificaría el sistema educativo que hemos heredado de obsoleto?
Si le preguntas a un alumno para qué sirve la escuela, te dirá que para pasar los exámenes, y esto es tristísimo. Hay una idea antigua que me aterroriza que considera la escuela como si fuera una fábrica. Es un complejo industrial, porque se centra en el aumento de la productividad y el control de los alumnos con las evaluaciones. Deberíamos olvidarnos de los exámenes, las asignaturas y las etiquetas para centrarnos en la realización del alumno. Y para eso tenemos que confiar en el rol de los profesores comprometidos. Por suerte, yo he conocido a muchos; ¡ahora falta que lo sean también los políticos!
¿De qué competencias tenemos que dotar a los alumnos?
A veces me pregunto: «¿quién inventó las materias separadas en la escuela?». Si queremos innovación y creatividad, hace falta que enseñemos a los alumnos la diversidad, integrar las ingenierías con el arte... Tenemos que mostrarles esta pluralidad, dejar de imponerles qué tienen que pensar y leer. El profesor debe ser un amigo de confianza, un guía que anime a los estudiantes a aprender por medio de la experiencia, porque así la educación formará parte de una transformación social global.
¿Cómo se puede llevar a cabo esta revolución educativa?
Yo pediría a la gente que releyera a Marx, Pierre Bourdieu o Antonio Gramsci para entender que la educación es una estructura como la religión o los medios y que sirve para mantener el statu quo. Debemos volver a lo esencial, que la educación sea como el teatro: una persona que se sienta ante otra y así se comunican. Con todo esto, la tecnología puede ser un plus, pero no es inocente. Por lo tanto, tenemos que vigilar que poner ordenadores en las aulas no se convierta en puro taylorismo. Necesitamos maestros que impartan conocimiento, ¡no técnicos que encajen con calzador en el sistema! Solo la sociedad civil puede hacer este cambio.
También ha vivido de primera mano lo que denomina «experiencias transformativas» en la educación mediante las nuevas tecnologías...
Sí. Podríamos decir que durante dos años, con el proyecto Learning Re-imagined, he hecho turismo educativo y he comprobado que estas transformaciones pueden ser muy baratas. Por ejemplo, lo he vivido en Ghana y por el continente africano, donde distribuir libros es carísimo. Allí hicimos una intervención nada cara que consistía en repartir un Kindle a cada alumno. Fue fantástico porque les permitía leer cuando hacía mucho sol y se llevaban a casa el aparato, y así los profesores podían prepararse mejor las siguientes clases. No olvidemos que la gran mayoría del mundo vive así, sin electricidad y sin acceso económico a internet.
¿A qué conclusiones ha llegado a raíz de su exhaustivo trabajo de investigación?
Hay síntomas de incomodidad en la sociedad civil. Por una parte, necesitamos emprendedores e innovación y, por otra, la escuela solo entrena a trabajadores de fábrica, autómatas, y olvida la pluralidad y el pensamiento crítico. He encontrado muchos profesores apasionados que pueden hacer que el alumno sea un agente de cambio, y todos han detectado esta carencia; el problema es que no hablan entre ellos. Por eso hice el libro Learning Re-imagined, para que lo pongan en común.
Habla de reimaginar el aprendizaje. ¿Cómo lo concibe en un futuro próximo?
El futuro no es un lugar; será lo que la sociedad civil decida y cree, pero recordemos que la educación no tiene que encajar forzosamente en este determinismo tecnológico. Quizás le parezco un idealista, pero para mí la educación tiene que ver con los grandes retos de nuestra sociedad, con crear un mejor planeta, y yo no quiero escuelas donde los profesores que enseñan sean técnicos, sino donde sean artesanos.

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